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Tribuna:DEBATE: Multiculturalismo e inmigración | DEBATE
Tribuna
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El oscurantismo reverenciado

José María Ridao

Contra lo que pudiera parecer, la convivencia de diferentes culturas en el ámbito de una misma sociedad no forma parte de las transformaciones más decisivas de las dos últimas décadas. Lo que sí constituye un cambio sustancial, un cambio que está alterando las percepciones y las políticas de los países desarrollados, es la transformación del significado del término 'cultura'. Frente a la idea ilustrada de cultura como excelencia, que ha venido operando desde el fin de la II Guerra Mundial y hasta fecha reciente, la noción que se ha impuesto ahora es la romántica, para la que la cultura está vinculada a la tradición. Sólo tomando en consideración esta radical alteración de los significados se puede entender la inquietante paradoja de que se apele al multiculturalismo, no para referirse al hecho de que se representen las obras de Ibsen y de Tawfiq al-Hakim en el mismo teatro, sino para comparar la costumbre de arrojar una cabra desde un campanario con la de mutilar sexualmente a las mujeres.

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Cuando en los análisis ortodoxos acerca de las transformaciones del mundo contemporáneo -de los efectos de la globalización- se habla del resurgir de las identidades, pocas veces se repara en que el fenómeno tiene menos que ver con unos hipotéticos miedos al gigantismo de los actuales procesos económicos que con el extraordinario desarrollo de las políticas locales.

Durante los últimos 20 años, la cultura que se ha promocionado desde los poderes regionales y municipales responde al patrón romántico, de modo que, al mismo tiempo que se consideraba ruinoso el hecho de que el Estado central financiase, por ejemplo, la edición del Poema de Gilgamesh, se pensaba que la subvención de grupos de baile tradicional, de museos antropológicos o de premios para los artistas nativos constituía, por el contrario, una opción legítima y razonable. Pero si lo fuera, ¿cómo sorprendernos entonces de la reaparición de las actitudes etnicistas? ¿Cómo admirarnos del irrespirable aire castizo que ha invadido las fiestas y conmemoraciones públicas de la mayor parte de los pueblos y ciudades de nuestro entorno?

Como es fácil advertir a poco que se contemple el problema desde esta perspectiva, no son los inmigrantes quienes han aportado la diferencia a nuestras sociedades, sino que son nuestras sociedades las que, de manera insensata, llevan dos décadas aplicadas a cultivar la diferencia, a concederle relevancia y significado políticos, a recorrer ese tortuoso y fatídico camino que conduce a considerar valiosos el apego al pasado y los prejuicios, tan sólo porque hemos decidido ofrecerles cobijo bajo el venerable nombre de cultura. Eso que se ha dado en considerar como el 'desafío' de la inmigración no es, en el fondo, más que el repentino descubrimiento de que todos los argumentos empleados para cultivar nuestras señas de identidad, nuestras esencias, servirían también para que, llegado el caso, los inmigrantes pudiesen cultivar las suyas. El absurdo en el que estamos incurriendo es el de que, en lugar de desactivar la tensión recordando que las identidades son quimeras y que las culturas son otra cosa, nos hemos lanzado a encontrar razones en las que apoyar la superioridad de las nuestras, de manera que las suyas aparezcan como irremediablemente bárbaras.

Con todo, la cuestión principal no radica en saber si se deben admitir prácticas atroces como, pongamos por caso, la ablación del clítoris o los sacrificios humanos siempre que se realicen bajo la coartada de una 'cultura': por supuesto que no. La cuestión principal radica, por el contrario, en saber por qué nos parece digno de tener en cuenta el móvil 'cultural' para lo que, en todos los demás casos, se castigaría sencillamente como una mutilación o un asesinato, en los que las razones alegadas por el delincuente serían irrelevantes a la hora de aplicarle la ley. La repentina importancia del móvil 'cultural' no procede del apego de los inmigrantes a sus identidades y sus esencias, sino del hecho de que nuestras sociedades llevan demasiado tiempo reverenciando la tradición y el oscurantismo, llevan demasiado tiempo considerándolo cultura, al punto de que hoy parecen flaquear algunos de los más elementales principios democráticos, como el de que la ley debe ser igual para todos o el de que lo único que debe enjuiciar son conductas individuales, evitando convalidar la idea de que hay grupos humanos sospechosos o más proclives que otros a cometer atrocidades.

José María Ridao es diplomático.

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