El cíclope y la baldosa
Brillante como siempre, aunque más severo, Josep Ramoneda acuñó el otro día una metáfora muy expresiva para describir el territorio de la política catalana: la baldosa de la identidad. En su visión, la política catalana apenas sale del ínfimo espacio de esta única baldosa. El problema de las metáforas es que, al buscar la mayor sugestión, tienden a prescindir del matiz. Recordemos a Góngora, poeta de poetas y autor de las metáforas más sensacionales del barroco, describiendo al famoso cíclope Polifemo. El mismo personaje que en la Odisea de Homero atrapa en su isla a Ulises, en la fábula de Góngora se enamora de la delicada ninfa Galatea y mata, arrebatado por los celos, al novio de ésta, Acis, lo tritura y lo convierte en río. Góngora, en su magnífica fábula, destaca el portentoso gigantismo del asesino para justificar literariamente el bárbaro desenlace. La cueva en la que Polifemo vive es 'el bostezo de la tierra', el ojo único del cíclope es 'émulo casi del mayor lucero' y la vara que empuña 'el pino más valiente', aunque se convierte, bajo su peso, en un 'junco tan delgado,/ que un día era bastón y otro cayado'. Uno puede imaginar perfectamente la inmensa corpulencia del gigante gracias a esta enorme cueva, grande como la boca del mundo, o gracias a la deliciosa imagen cambiante de un bastón que es formidable pino pero también débil junco. Pero nada en esta fenomenal versión de una de las leyendas de Ovidio justifica lo más interesante de la historia que se narra: ninguna de las metáforas explica por qué un tipo tan desmesurado y brutal se enamora perdidamente de una chica tan grácil y sutil. Se trata de una de tantas versiones del mito de la bella y la bestia que Ovidio exploró en muchas de sus Metamorfosis; pero lo cierto es que Góngora, a pesar de su insuperable capacidad imaginativa y lingüística, no logra iluminar el misterio pasional que el mito contiene.
Puede que los programas sociales y administrativos de Maragall no sean llamativos, pero ahí están
Sirva esta larga excursión literaria para situar mi réplica en un contexto reverente: es la primera vez que me atrevo a discrepar del Góngora del análisis y del maestro de articulistas políticos que es Josep Ramoneda. La severidad con que el martes pasado juzgó y condenó el discurso y la actividad de Pasqual Maragall, asociándolo sin matices a la baldosa nacionalista, me pareció excesiva e injusta. Ocultaba de un plumazo, sin justificación alguna, el esfuerzo que está haciendo Maragall por colonizar muchas de las baldosas que la obsesión identitaria ha dejado abandonadas. Lamentaba Ramoneda las ocasiones perdidas a lo largo de estos 22 años en cuatro aspectos esenciales: un espacio metropolitano invertebrado, una administración por hacer, el colapso de la educación y la clamorosa carencia de infraestructuras. No sorprende el diagnóstico: sorprende la condena. Maragall, desde que regresó a la política catalana, no ha cesado de incidir en estos aspectos. El déficit en infraestructuras fue uno de sus caballos de batalla durante las pasadas elecciones. Junto a la enseñanza. Pidió prestado, precisamente, a Tony Blair su principal lema: Educación, educación, educación. Por otro lado, su denso discurso en la moción de censura coincide, casi punto por punto, con los vacíos que diagnostica Ramoneda. En el prólogo de su discurso, Maragall deslizó esta pregunta: '¿Hasta cuándo seguirán dando vueltas en torno a la herida identitaria?', y después de desarrollar una primera parte dedicada a los aspectos políticos, dedicó los tres restantes a desmenuzar un amplio abanico de reformas sociales, educativas y administrativas, así como un vasto programa de obras públicas y de reordenación territorial. Un abanico de propuestas destinadas a promover un desarrollo económico fundamentado en la cohesión social, la eficacia en la gestión pública y la proximidad gubernamental. El mismo día en que Ramoneda le recriminaba su obsesión por permanecer en la baldosa nacionalista, Maragall presentaba propuestas muy concretas de asistencia social a la tercera edad que se unen a las que hizo meses atrás sobre la protección de la infancia y la promoción del trabajo femenino. Propuestas que, informadas técnicamente por uno de los mayores expertos europeos en la materia, Gosta Esping Andersen, tienen la interesante virtud de conjugar, en la mejor tradición de la socialdemocracia nórdica, la lucha contra la exclusión social, la promoción del crecimiento económico y respuestas a las fisuras que puede sufrir en un próximo futuro el Estado de bienestar en Cataluña.
Que Maragall colonice nuevas baldosas no debe impedirle promocionar una tercera vía para la vieja baldosa nacional. Puede que sus progamas sociales o administrativos no sean periodísticamente llamativos (no se habla de ello en las tertulias: quizá porque estos temas resultan poco aptos para la cháchara política), pero ahí están. Puede que, cuando habla de la vieja baldosa, Maragall contribuya a agudizar la fatiga que este gastado tema produce en muchos votantes u observadores. También yo, con franqueza, estoy harto de darle vueltas literarias. Pero nuestro cansancio no indica que el tema esté resuelto. Al contrario, sigue estando envenenado. No hace falta mirar al trágico País Vasco. A pesar del declive del pujolismo, en Cataluña y en España van a seguir obteniendo pingües rendimientos electorales los que hurgan en la herida identitaria. No hace falta mirar al País Vasco para darse cuenta: progresan en Cataluña las agrias incompatibilidades nacionales y progresa la displicencia con que se observan los que se adhieren a una u otra opción nacional. Canse o no canse, tenga o no atractivo periodístico, sigue siendo justo y necesario construir puentes que permitan el reconocimiento mutuo de las culturas, las hablas y las tradiciones. No se trata de buscar más o menos votos, no se trata de redimir España desde la periferia. Se trata de dar a la política su máxima dignidad. Se trata de desarrollar abrazos en este tiempo de cóleras, antipatías y desplantes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.