Sin miedo a elegir rector
¿Para qué negar que las elecciones a rector de la Universitat de València nos han cogido a todos absolutamente desentrenados? No deja de ser paradójico que en un ámbito permanentemente reivindicado como espacio de cultura -en su más noble y amplio sentido- y debate, éste haya sido un elemento totalmente ausente en mucho, demasiado tiempo. Que debido a la reprochable imposición de una LOU (discutible más que discutida) surja de repente la posibilidad de contrastar programas y evaluar la oferta que, cara a una gestión interna y de representación institucional, ofrecen dos candidatos formados en una Universidad que supo, con más que razonable decoro, autotransformarse democráticamente a principios de los años ochenta, me parece algo saludable. No confundamos la discusión: la LOU es una cosa. La oferta de renovar y poner en marcha un procedimiento de elección que a muchos nos parece mejor que la que entrañaba la existencia de un claustro que, en no poca medida, ensordecía ese posible debate, es otra.
Pero, repito: han sido demasiados años de conformismo, de darnos todo demasiado hecho. Años en los que cundía la sensación de que, asentados los Estatutos, la Universidad era un engranaje de cuerda sin fin. Marchaba por si sola. O no marchaba. Y la discrepancia se escondía en minucias cotidianas, en la cultura de la queja entre café y café. No sin cierto sobresalto una descubría que críticas razonables se convertían en deslealtad. Que hacer observaciones sobre cualquier proyecto era contravenir una suerte de sacralizado despotismo ilustrado ante el cual sólo se era fiel con el asentimiento. Podía ser, simplemente, preguntarse sobre la idoneidad de la ubicación o el espacio (insuficiente) de una futura Biblioteca de Humanidades. Podía ser, simplemente, preguntarse por los objetivos de una celebración (necesaria pero quizá convertida en frenesí autocomplaciente) de los Cinco Siglos. Podía ser asistir, asombrada, al reiterado fracaso de unos planes de estudio que despreciaban sistemáticamente la racional, enriquecedora y urgente transversalidad (humanística, sobre todo). Podía ser, en fin, preguntarse si no es perfectible un sistema burocráticamente sostenido en la hipertrofia de Comisiones en el que falla la más que precisa transmisión y transparencia informativa cuando no, en ocasiones, la salvaguarda de las garantías individuales. Y, en estricto deber autocrítico, cabe reconocer que no hemos sido capaces de incrustar esas discrepancias (y otras de mayor o menor envergadura) en los momentos cruciales, anteriores, de elecciones de claustro o rector.
Por eso no me da miedo decir que yo sí que deseo una Universidad nueva. La quiero cada día, porque cada día me cabe la obligación de mejorarla (en mi docencia, tan poco valorada hasta ahora; en mi investigación, tan acosada y alicorta, con los aires que corren, para las humanidades). Mi noción de legado y patrimonio es muy abierto: no se reduce a fidelidades o continuismos inmediatos, aunque soy la primera en reconocer y respetar el trabajo realizado por anteriores equipos. Pero mi concepto de candidato no pasa, necesariamente, por el de sucesor. Pasa por la fiabilidad de la persona y su proyecto. Pasa por el talante tolerante y abierto de un equipo dispuesto a trabajar con y sobre nuevas ideas. Pasa por el diálogo institucional sin renunciar a los propios posicionamientos. Pasa, otra vez, por el debate. No por perder los papeles echando basura sobre el contrincante en un ámbito tan democrático y respetable como un claustro.
Gane quien gane lo hará por un procedimiento irreprochable, tan libre (y desde luego más arriesgado para nosotros y para unos candidatos a los que podemos poner nombre y rostro, sin intermediarios) como el anterior sistema de voto delegado. Los universitarios debemos seguir siendo fieles a la no resignación, a una nunca acabada revolución de calidad. Devolver a la sociedad lo que ésta nos pide; e, incluso, lo que no nos pide porque le resulte incómodo asumir (un pensamiento crítico que luego dudosamente aplicamos a nuestro entorno más próximo). Pero, por ello mismo, debemos dejar de una vez de temer manifestar libremente lo que pensamos, las dudas que albergamos y las expectativas que deseamos legítimamente ver reflejadas en personas y en programas. Equidistancia respecto al sistema democrático es una cosa. Neutralidad o miedo a tomar partido porque, por fin, haya sido posible la discusión -permanentemente eludida- es otra. Y, por ello, no tengo inconveniente en manifestar mi total apoyo e ilusión por lo que se comprometen a hacer (y exigiré que hagan) el equipo que encabeza Josep Lluís Barona Vilar.
Evangelina Rodríguez Cuadros es catedrática de Literatura Española en la Universitat de València.
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