La inmortalidad programada
Empezaré estas reflexiones con una autocrítica. Hacia 1969, informado de que la Universidad de Boston se interesaba por mis inexistentes Archivos, reuní cuantos manuscritos, recuerdos y documentos no habían ido a parar a la cesta de los papeles y de ésta al cubo de la basura, y los vendí a su biblioteca por una suma que en aquella época resolvía muy oportunamente los problemas derivados de mi escasa productividad económica: mis últimas obras no se vendían en España y los ingresos procedentes del extranjero disminuían paulatinamente desde el momento en que dejé de escribir un libro por año y me concentré en la redacción de mis novelas adultas.
Durante una década seguí desembarazándome de la hojarasca y desorden de mis papeles mediante el envío regular de los mismos a quienes tan generosamente los acogían. El franquismo entre tanto había pasado a la historia y, tras el triunfo del PSOE en las elecciones generales de 1982, mis amigos almerienses me convencieron de la oportunidad de legar los materiales que acumulaban el polvo en casa a la Diputación de una provincia a la que siempre me han unido estrechos lazos de apego y afinidad. Así lo hice por espacio de 10 años y no me arrepiento de ello pese a que las ironías del azar me mostraron muy pronto la precariedad de tal legado: a raíz de una exposición de mis manuscritos y correspondencia, los originales de las cartas que me escribió Genet desaparecieron. Hubo un pequeño revuelo, acusaciones sotto voce y, a fin de cortar por lo sano los dimes y diretes, declaré a la prensa local que el hurto correspondía del todo con la moral del escritor y era por consiguiente ejemplar. Aunque sin demasiada convicción, expresé mis esperanzas de que su autor fuera un marginal como los que atrajeron siempre a Genet: un joven en paro, un inmigrante, un chaval callejero, un delincuente común. El misterio no se aclaró pero me permitió ver más claro en la inanidad de mi gesto. La idea de legar los complementos innecesarios de mi faena a una institución oficial o académica me pareció de golpe pretenciosa e inútil.
Esta conclusión saludable se sumaba en verdad a otras reflexiones y experiencias. La conciencia de que una obra debe abrirse camino por sí sola, sin recurrir a aditamentos publicitarios ensordecedores y contaminantes, me retrajo así, como a un puñado de autores españoles y extranjeros, de ese ambiente de relumbrón y pasarela en el que se exhiben, como en un castillo de fuegos de bengala, el producto editorial de consumo y la farándula de sus artificieros.
Hay, ha habido siempre, una línea divisoria entre los escritores que programan sus carreras y los que no. Existen autores grandes y mediocres en los dos bandos y no introduzco aquí ningún juicio de valor. Pues también cabe juzgar a quienes rechazan una carrera oficial como buscadores astutos de una inmortalidad de marca registrada (y así se ha hecho conmigo y con otros por plumas bastante conocidas de nuestro Parnaso). Pecar de orgullo (si de eso se trata) me parece con todo algo más digno que ceder al halago de la vanidad.
Pero a la planificación de la carrera artística o literaria, tan común a todos los ámbitos, ya sea en el escalafón oficial, el académico o el de algún poderoso grupo empresarial, se añade hoy un fenómeno nuevo y en continua expansión: el de la programación cuidadosa de la rentabilidad ultraterrena de la fama adquirida.
La creación de cátedras, fundaciones, centros de estudio en torno a ventas o donaciones como las que hice a Boston y Almería se ha extendido con rapidez por todo el ámbito de nuestra lengua y casi no hay ciudad o provincia que no reclamen para sí la conservación del legado de un escritor, ya sea grande, mediano o chico. El que dicho legado interese o no a las nuevas generaciones carece de importancia. Lo que importa es la gloria local, regional o nacional que procura el supuesto inmortalizado.
Escribo esto después de haber seguido a través de la prensa y un programa televisivo la glorificación aparatosa de nuestro último Nobel. Al contemplar las imágenes del entierro acudieron a mi memoria unas líneas de mi lectura juvenil de Stevenson: '¡Tres ministros van con el cofre del muerto, y ja, ja, ja, la botella de ron!' (¡no la de coñac!). El espectáculo de los honores fúnebres del inmortalizado por decreto era a la vez sobrecogedor y esperpéntico. Inmediatamente pensé en otros escritores que no disfrutaron de esos honores o fueron expedidos sin miramientos al otro mundo: Unamuno y García Lorca, Cernuda y Miguel Hernández, Sénder y Max Aub. La apropiación nacional de Cela, me dije para mí mismo, ¿constituye en verdad una caución de la perennidad de su quehacer literario? El coro estruendoso de los elogios, ¿es el reflejo de un auténtico consenso artístico y moral en torno a su figura y su obra? ¿Cuál será el juicio de la historia sobre ellas dentro de cincuenta, cien o doscientos años?
La apoteosis de quien cargó sobre sus hombros todos los honores, premios y doctorados posibles e imaginables es con todo sólo el preámbulo de un programa mucho más vasto en el que se incluye la existencia de la universidad que lleva su nombre, de las sociedades creadas para su promoción duradera, de esa fundación 'de dimensión internacional' en la que, en palabras de su simpática y desinteresada viuda Marina Castaño, 'se podrá estudiar toda su obra y realizar tesis doctorales, [consultar] 40.000 ejemplares de fondo, [disfrutar] de una pinacoteca, de una magnífica colección de revistas literarias, de un epistolario fabuloso ordenado y clasificado': un lugar, en suma, 'para empaparse de cultura'. ¡Ni Homero, ni Dante, ni Shakespeare, ni Cervantes gozaron desde luego de una consagración tan bien planeada!
Como escribían el pasado 7 de febrero los corresponsales de este periódico en Palma de Mallorca: 'Camilo José Cela tuvo desde muy pronto conciencia del valor de su legado cultural... Poco a poco fue
construyendo una herencia artística que le perpetuara en el tiempo'. Así, paralelamente a su bien calculada estrategia para labrarse una gloria y riqueza terrenas, el autor de La colmena elaboró otra con miras a una 'blindada' inmortalidad. La proyección económico-patrimonial de su herencia extiende en efecto su radio de acción a un futuro post mortem, como aquel insólito cartel publicitario de Canada Dry que descubrí y retraté hace años, en medio de una marea de tumbas, en el cementerio de El Cairo. ¡La fortuna y la fama no son remedios paliativos de nuestro valle de lágrimas sino, conforme verificamos ahora, un trampolín para el más allá!
Este importante salto cualitativo en la previsión de la gloria imperecedera nos obliga a plantearnos algunas preguntas: las facilidades materiales ofrecidas a las generaciones venideras para estudiar la obra de nuestro autor, ¿garantiza el interés futuro de ésta? Los estudiantes becados para analizarla en condiciones de comodidad inmejorables, ¿se sentirán verdaderamente motivados por ella o preferirán tal vez en secreto la de otros escritores de menos relumbre pero de mayor enjundia y riesgo? La noción de inmortalidad es a la vez elusiva y quimérica: san Juan de la Cruz nunca soñó en ella y no obstante le aureola. Pero ni cátedras, legados, fundaciones ni sociedades blindadas podrán asegurarla a quien corra tras su sombra bajo el patronazgo estatal.
Para concluir: ¿podemos creer a estas alturas que nuestro país, nuestra lengua y nuestra cultura subsistirán, con sus aznares y genios de turno, dentro de diez mil años? Ellos, y la vida en nuestro diminuto planeta, ¿existirán aún? Teniendo en cuenta la increíble rapidez con que destruimos nuestro hábitat y recursos naturales limitados, pienso que no, a menos que por milagro moderemos nuestros apetitos depredadores o emigremos a otra burbuja celeste de clima más limpio y acogedor.
Juan Goytisolo es escritor.
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