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Columna
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El bajón

Salvo el estudioso Aznar, que se quedaba en casa por la tarde, los universitarios de los 60 desempeñaron un importante papel de oposición en los últimos años de la dictadura. Hasta la década de los 80 los estudiantes de la transición fueron más o menos revoltosos y violentos, y desgraciadamente tuvieron que contar algún muerto entre sus filas. La victoria del PSOE convirtió en reaccionario cualquier atisbo de crítica, y nos adormeció a todos. El movimiento estudiantil se desvaneció junto a otras ilusiones. En el campus los estudiantes cambiaron la prensa nacional por la deportiva y compraron chucherías donde antes pillaban papel de fumar. Su docilidad era tan desazonadora que muchos estudiantes nostálgicos, convertidos ya en profesores, miramos con esperanza la victoria del PP. Creímos que con un par de leyes el movimiento estudiantil se desperezaría y se pondría de nuevo a la vanguardia de las reivindicaciones sociales.

Así estuvo a punto de suceder con la tramitación de la LOU. Cuando la ministra la dio a conocer, los estudiantes de toda España salieron a la calle, se encerraron y acamparon en señal de protesta. Lo de menos era si tenían o no razón; lo verdaderamente importante era que el movimiento estudiantil mantenía tras un período de hibernación sus constantes vitales. Por haber hubo hasta su poquito de violencia. Los universitarios de Sevilla irrumpieron a golpes en el rectorado de la Universidad y sembraron el pánico entre los burgueses miembros del Equipo de Gobierno. Destrozaron puertas represoras del siglo XVIII, y demostraron a todo el mundo la fuerza de su empuje. Y qué decir de los acontecimientos posteriores. Todo volvió a ser como en los buenos tiempos: policía secreta, pinchazos telefónicos, seguimientos clandestinos, y finalmente estudiantes al calabozo. Los que sostenían que el éxito de Operación Triunfo demostraba lo fácil que resulta homogeneizar el gusto de los ciudadanos y conducir a nuestros jóvenes por la senda del orden y del buen gusto tenían que comerse sus palabras, porque ahí estaban nuestros universitarios sevillanos gritando consignas subversivas frente a la policía.

Miraba yo la televisión con la piel de gallina, asistía hipnotizado a aquel espectáculo tan edificante para nuestra desideologizada juventud cuando el padre de un detenido comenzó a hacer aspavientos y se desmayó en la puerta de la comisaría. No es que me parezca mal que un padre se desmaye por su hijo; es simplemente que en los relatos de las revoluciones los historiadores nunca han incluido, que yo sepa, las lipotimias de los padres de los héroes. ¿Alguien sabe si el padre del Che Guevara sufría desmayos por los constantes peligros de su hijo? El caso es que esta innovación épica me pilló de sorpresa, y me dio el bajón. Comprendí que en el movimiento estudiantil posmoderno ya no son los compañeros de los detenidos quienes hacen declaraciones incendiarias y organizan actos de desobediencia y solidaridad; son sus padres los que convocan una rueda de prensa para decir que la culpa de que los niños hayan roto el rectorado no es de los niños, que no tienen conocimiento, sino del rector.

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