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HORAS GANADAS
Columna
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Una resurrección

Rafael Argullol

Sabíamos muy poco de Joan Ponç, un nombre envuelto en una niebla apenas comprensible dada la importancia que acostumbra a concederse a su obra, un artista atrapado en el equívoco denso e inquietante del rumor: rumores sobre sus amistades y enemistades, rumores sobre su locura, rumores sobre el oscuro paso de una parte de su vida que incluía un manicomio en Brasil. También se nos dijo que él mismo no era ajeno al cultivo de su malditismo, tan desaforado como calculado. Sabíamos que, pese a todo, al final de su vida, ya enfermo, consiguió cierto éxito y algunas resonancias, sobre todo a raíz de una importante exposición en París.

Pero no sabíamos mucho más. Del éxito ya no se hablaba -como sucede con todos los éxitos, devorados por la distancia- y, lo que era peor, la resonancia se había desvanecido. Un caso ejemplar: durante las casi dos décadas transcurridas desde su muerte, Joan Ponç ha sido escasamente desmentido como pintor y, no obstante, ha sido negado como recuerdo. Ha sido, por así decirlo, expulsado de nuestra memoria colectiva inmediata.

Por alguna razón oscura y terrible formamos parte de una sociedad experta en tales expulsiones. Si encumbramos es para precipitar los nombres desde lugares más altos, y si citamos es para luego poder borrar. Ninguna de las grandes culturas europeas hubieran podido configurarse con tan violentas discontinuidades. La tradición es el respeto a la autoridad pero, sobre todo, la generosidad en la conservación y cultivo de la memoria, independientemente de los vaivenes que puedan exigir ideología, moda o poder.

Nuestra sociedad, cada vez más tradicionalista -en cuanto a pacata y retrógrada-, odia, no obstante, la tradición o, si se quiere, la lealtad con ella misma. No nos importa la autoridad intelectual o artística de quienes ya no pueden participar en los dividendos del espectáculo. Tampoco nos importa si concedimos un papel al personaje que no correspondía y lo negamos al que lo merecía, puesto que vamos a igualar a unos y a otros, silenciándolos primero y después olvidándolos.

En nuestro escenario tan propenso a la amnesia, la segunda mitad del siglo XX olvidó a la primera mitad y ahora nosotros conseguiremos olvidar al siglo entero. La habitual riqueza de la civilización en Francia, aun en período de declive como el actual, ha consistido en la capacidad de agrandar incluso lo pequeño. Nuestra sociedad, por el contrario, sólo se siente tranquila cuando empequeñece incluso lo grande.

La seguridad, o al menos la estabilidad, espiritual de una comunidad es el fruto del asentamiento de una tradición, de una continuidad que, en el territorio de la cultura, implica el reconocimiento crítico del pasado. Mayor es la fuerza de creación y experimentación de un arte o una literatura cuanto mayor es la posibilidad de contrastar el presente con la memoria del pasado. Algo similar sucede, naturalmente, con la ciencia. Pero cuando un país es una maquinaria de amnesia estallan en pedazos la seguridad y la convicción, abriéndose, en consecuencia, la puerta al oportunismo y la demagogia. Su cultura son largas listas de olvidados.

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Por eso, es motivo de alegría que alguien sea súbitamente rescatado de estas listas y devuelto artísticamente al mundo de los vivos. Debemos, por tanto, agradecerle a Arnau Puig la exposición -y el magnífico catálogo- Joan Ponç (Centro Cultural de la Fundación La Caixa). Gracias a Puig ahora podemos saber algo más de este gran pintor, compañero suyo en el grupo Dau al Set, y, aunque no rasguemos definitivamente la cortina de brumas y rumores que lo cubren, sumergirnos en un universo singular.

Hay una pintura de la década de 1970, Lluita interior, cortante y dura como lo son otras, en la que Joan Ponç parece resumir a la perfección los constantes antagonismos que se suceden en su obra: la representación de una realidad que quiere negar lo real, la obsesión por hacer visible lo que él mismo considera invisible, la dificultad por fijar una forma ante el desbordamiento constante de las ideas. Por encima de todo, la voluntad angélica, la pasión por la pureza, de quien, sin embargo, parece continuamente abocado a una pintura demoniaca llena de alucinaciones, pesadillas y delirios.

A este respecto, el espectador de la exposición dispone de una fuente de primera mano cuando asiste a la proyección de una entrevista que Montserrat Roig le hizo al pintor en 1978. Joan Ponç, a quien no le desagrada aparecer como enigmático y maldito, es de una lucidez implacable cuando se refiere al arte y a su arte, y pese al barroquismo alucinatorio de tantos de sus cuadros reivindica la austeridad, el equilibrio, el método, el despojamiento, la luz. Su estética se concentra en la búsqueda del ángel, aunque sea a través del infierno.

Arnau Puig indica el dato, aparentemente sorprendente, de que el Joan Ponç más delirante, el de Brasil y el manicomio, tuviera como lecturas de referencia a Descartes, Leonardo da Vinci y Proust. Pero es una información que encaja bien con la poética interna de toda su trayectoria. El orden de Descartes, la geometría de Leonardo, la memoria de Proust sirven a Ponç para contrarrestar el caos, inmensamente fecundo, que crece en su imaginación.

A medida que avanza en su itinerario, Joan Ponç demuestra una mayor potencia para educar su imaginación a través de la forma. Ve el mundo como una constante metamorfosis, y al pintor como un artífice que en ocasiones, como también decía Paul Klee, observa con el telescopio y en otras actúa como el entomólogo, y de ahí la cercanía de algunas de sus figuras a la del también 'alucinado' Henri Michaux.

Medio alquimista, medio vidente, Ponç poseía una metodología personal extraordinariamente rica y una enorme destreza en la procreación de formas fantásticas. Pero no era esteticista ni superficialmente barroco. Pintaba, según sus propias palabras, como un acto mágico para sobrevivir, y tenía una idea arriesgada y llena de coraje acerca de su tarea: 'Lo importante es trabajar. Con fe y amor, con desesperación y odio, tanto da, hace falta trabajar y mirar arriba. Tener temor del Conocimiento (Dios) es lo único esencial. El resto es intrascendente'.

Ahora que le hemos recordado quizá convenga no olvidarlo demasiado pronto.

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