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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

De fórmulas y herencias

Marcos Ordóñez

Uno. La prueba (Proof), de David Auburn, que se presenta en el Marquina, dirigida por Jaime Chávarri, ganó el Pulitzer del año pasado. ¿Quiere decir eso que se trata de una comedia excepcional? No, no me lo parece. Es una función sólida, bien estructurada, sensible e inteligente, pero demasiado medida (un poco de humor, un poco de ternura, un poco de misterio), sin esa chispa de fuerza que te hace seguir pensando en ella a la salida del teatro. Dudo mucho de que La prueba entre en los repertorios. O que nos acordemos de ella en un par de temporadas. ¿Razones del Pulitzer? Yo diría que la protección instantánea a una especie amenazada. Son tan pocas las obras de texto que llegan a Broadway, que los críticos, en el fondo unas bellísimas personas, se abalanzan sobre ellas como si se tratara de huerfanitas ciegas a punto de cruzar la calle. Quizá por eso, los últimos Pulitzer de teatro dejen tan escaso recuerdo: el teatro no se hizo para las huerfanitas ciegas. Las queremos, las arropamos con todo nuestro cariño, pero en el fondo, reconozcámoslo, lo que nos gusta de verdad son los piratas tuertos, las bestias inquietantes, las mujeres fatales que nos seducen por su fuerza o por su magia; las extrañas criaturas que nos descolocan. Pulitzers de esa singular categoría fueron, en los últimos veinte años, Glengarry Glen Ross, de Mamet; Sunday in the park with George, de Sondheim; Three Tall Women, de Albee, o la descomunal e irrepetible (me temo) Angels in America, de Tony Kushner.

Dos. La prueba pertenece a la categoría de Rent, de Lost in Yonkers, de The Heidi Chronicles: la Pequeña Obra Con Un Gran Corazón, que aquí llega en su facción Melodrama de Porche Trasero. Su título hace referencia a una prueba matemática, pero no es -no se asusten- una obra 'sobre' ciencias exactas, sino más bien sobre herencias y fragilidades afectivas. Catherine (Cayetana Guillén Cuervo), una joven estudiante, solitaria, arisca y tremendamente vulnerable bajo su capa de dureza, ha vivido aislada en una vieja casa de las afueras de Chicago, cuidando de su padre, Robert (Santiago Ramos), un genio matemático que murió loco. Tras el funeral llegan los otros dos personajes de la comedia: Hal Dobbs (Miguel Hermoso Arnao), un estudiante que revisa el legado del padre, y Claire (Chusa Barbero), una yuppy neoyorquina, hermana de Catherine, que quiere llevársela de allí. Las preguntas que suscita la trama son: a) ¿ha heredado Catherine el genio de su padre, pero también su locura?, b) ¿está Hal enamorado de Catherine o la utiliza para hacerse con los cuadernos de Robert? y c) ¿es Claire una persona decente o sólo quiere vender la casa? De esas tres cuestiones, la única verdaderamente interesante es, a mi juicio, la primera, la que desarrolla el tema de la 'doble herencia' de la protagonista a través de las escenas, vía ensoñación o vía flashback, que nos muestran la relación entre la muchacha y su padre. El mejor momento de la comedia, el más intenso y emotivo, es aquel en el que Catherine constata la definitiva zambullida de Robert en la esquizofrenia: un instante tan aterrador como cuando Shelley Duvall descubría, en El resplandor, el contenido de la 'gran novela' de Jack Nicholson. En esas escenas es donde intuimos que David Auburn puede darnos una gran pieza futura. Por el contrario, cuando La prueba abandona los careos entre padre e hija para abordar las preguntas b y c, el interés baja bastantes enteros.

Tres. Si La prueba ha permanecido tres años en cartel en Broadway se debe, probablemente, al prestigio del Pulitzer y al trabajo de filigrana de sus protagonistas, los pluripremiados Mary-Louise Parker y Larry Bryggman. Hay que echarle mucha sutileza, mucha interiorización y mucho subtexto a esta función para que nos alcance, para que propulse el texto en otra dirección y encuentre un eco duradero. En el Marquina, el trabajo de Jaime Chávarri y de su cuarteto de intérpretes sirve la comedia (lo cual no es poco), pero, salvo contados momentos, no la dispara. Ahí está Cayetana Guillén Cuervo, mejor que nunca, cada vez más fluida y comunicativa, con momentos espléndidos (la citada escena con el padre, o cuando se rompe, durante la fiesta, y cae en brazos de Hal), pero todavía un tanto externa, telegrafiando sentimientos al público, falta de matización; ahí está Santiago Ramos, con todas sus virtudes en marcha (hondura, humanidad, comunicación instantánea), pero sin apearse de su principal defecto, su 'marcada personalidad', con unas inflexiones y unos dejes tan característicos que no nos lo pone fácil para ver, tras ese bosque verbal, el árbol desnudo de un matemático esquizofrénico de Chicago. ¿Y qué decir de Miguel Hermoso y Chusa Barbero en esta función? Que la entienden pero tampoco la encienden. Créanme: lo fácil es el palo o el entusiasmo, y no hay nada más difícil, a la hora de la crónica, que encararse con un material (textual, actoral) dignísimo pero insuficiente, que gusta pero no apasiona, como en este caso: mi cabeza me dice que el espectáculo del Marquina probablemente sea de lo mejor de la cartelera madrileña; mi corazón de melón me dice que no es bastante.

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