Fraga replica a Aznar
Ha sido necesario que alguien como Manuel Fraga se atreva a defender la conveniencia de modificar la composición y funciones del Senado, aunque ello exija una reforma parcial de la Constitución, para que esa hipótesis sea tomada en serio por los que siempre están de acuerdo con Aznar. El presidente, un hombre que nunca duda, ya había mostrado su oposición a esas reformas y ahora la ha reiterado frente al fundador de su partido. Lo considera 'inoportuno', por una parte, y 'un riesgo innecesario', por otra.
Antes de gobernar lo consideraba conveniente, y argumentaba (en 1994) que 'es mejor asumir el riesgo de no acertar que permanecer anclado en la perplejidad, reconociendo la existencia de un problema y resistiéndose a afrontarlo'. Escribía entonces que 'la culminación del proceso autonómico obliga necesariamente a mejorar la integración política del Estado mediante la reforma del Senado'. Desde el poder se ven las cosas de forma diferente. Para quien gobierna, un Senado territorial tal vez supondría un exigente contrapoder, mientras que el modelo actual resulta cómodo porque tiende a reproducir la mayoría del Congreso. Ese carácter redundante (misma mayoría) hace dudosa la utilidad política de la segunda Cámara.
Al mismo tiempo, el diseño del Estado autonómico no estableció mecanismos de articulación entre las comunidades y de éstas con el poder central, entre otras cosas porque en 1978 era una incógnita el propio mapa de las autonomías. Es lógico, por tanto, que hayan surgido propuestas para sustituir el poco útil Senado actual por otro que cubra ese vacío del diseño autonómico. El asunto se planteó abiertamente tras el acuerdo de 1992 que extendía las mismas competencias básicas a todas las autonomías. Pero el Gobierno socialista fue reticente a dar pasos en esa dirección, porque una reforma de cierta entidad requería cambios en la Constitución y 'abrir el melón constitucional' (expresión entonces en boga) podía provocar una carrera de todos los partidos por cambiar algo, rompiendo el consenso amplio de 1978, y porque los nacionalistas, en nombre de cuya integración se había construido el invento, eran reticentes a una reforma que identificaban con la disolución de su singularidad en un Senado demasiado uniformista.
El primer argumento se ha ido diluyendo: una cosa es evitar las tensiones de un reformismo desenfrenado y otra, que no sea posible un consenso para retocar algunos artículos. Respecto a los nacionalistas, no estaría de más plantear la cuestión en estos términos: hay que procurar que el sistema autonómico funcione de la manera más coherente posible, evitando disfuncionalidades, porque cuanto mejor funcione, mayor será su capacidad integradora de los nacionalismos, con independencia de las quejas coyunturales de sus dirigentes.
Recientemente, se han puesto de manifiesto dos de esas deficiencias del modelo: la falta de mecanismos para garantizar la presencia de las minorías territoriales en las instituciones del Estado (Tribunal Constitucional y de Cuentas; Consejo General del Poder Judicial) y en las instituciones europeas cuando tratan asuntos que son competencia de las comunidades. Las dificultades para encontrar acuerdos entre los partidos sobre ambas cuestiones (la segunda, en particular) subrayan la conveniencia de contar con un foro de representación de las comunidades en el que, con arreglo a unos mecanismos reglados, se garantice su participación en esas instituciones para hacer valer sus intereses en la conformación de la voluntad nacional. Un Senado que actúe como cámara de representación de las comunidades permitiría armonizar intereses como los revelados por el Plan Hidrológico y encauzar conflictos entre comunidades como el de las Hoces del Cabriel; también, favorecer convenios intercomunitarios, algo insólitamente raro en la experiencia reciente.
Se trata, por otra parte, de algunos de los objetivos que aborda el informe sobre cooperación autonómica que hoy presenta ante el Senado el ministro de Administraciones Públicas. Son también objetivos planteados por el PSOE en su reciente documento sobre impulso autonómico. Es evidente que cualquier reforma que se pretenda requiere el consenso, como mínimo, entre ambos partidos. Sería absurdo considerar una cuestión de principio, que impide el acuerdo, la posición ante la reforma constitucional. Y más ahora que hasta Fraga está de acuerdo con el Aznar de la oposición (y con Rodríguez Zapatero) en considerar 'injustificado' el temor a una iniciativa de ese tipo. A los 24 años de la aprobación de la Constitución, un cambio controlado de tres de sus artículos es menos desestabilizador que el empeño en considerar anticonstitucionalistas a quienes lo proponen.
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