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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Cautelas e imprudencias

EL PLENO del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) decidió el miércoles, por 12 votos a nueve -y con el apoyo del ministerio público-, la suspensión cautelar de tres magistrados de la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional acusados de haber excarcelado en vísperas de su juicio oral a Carlos Ruiz, un procesado por narcotráfico que se dio de inmediato a la fuga. Según la resolución del CGPJ, la aceptación a trámite en el Supremo de la querella contra Carlos Cezón, Juan José López Ortega y Carlos Ollero por prevaricación dolosa, interpuesta a instancias del fiscal general, exigía esa medida provisional. Los vocales discrepantes mantienen, en cambio, que la suspensión provisional requiere -así ocurrió con Liaño- el previo procesamiento de los querellados. Si bien el artículo 383 de la Ley del Poder Judicial permite argumentar a favor de ambas interpretaciones, sólo la influencia soterrada del Gobierno puede explicar que los tres magistrados y Liaño no hayan corrido -para bien o para mal- la misma suerte.

El pleno del Consejo General del Poder Judicial decide por mayoría la suspensión provisional de los magistrados que excarcelaron a un procesado por narcotráfico, dado a la fuga en vísperas del juicio

La querella por prevaricación dolosa dirigida contra la Sección Cuarta suena a temeraria: la aceptación a trámite de la tesis acusatoria del fiscal, difícilmente sostenible en términos legales, se debe probablemente al inconfesado temor del Supremo a ser también objeto del rechazo social suscitado por una resolución judicial responsable de consecuencias desastrosas. La excarcelación de Carlos Ruiz, que había permanecido en prisión preventiva desde el verano de 1999, fue dictada tres semanas antes de la apertura de la vista oral: el acusado tenía que afrontar una petición fiscal de 60 años de reclusión y el pago de 69.000 millones de pesetas. El motivo de la puesta en libertad del inculpado -el riesgo de suicidio- tampoco resulta demasiado convincente. La cuantía de la fianza y la falta de vigilancia policial de los movimientos y del domicilio de Carlos Ruiz podrían ser interpretadas malévolamente como un puente de plata para la evasión. Además, la primera orden de excarcelación -rectificada al día siguiente- fue cursada a la prisión antes de que la defensa del inculpado depositase la fianza establecida.

Aunque ocupe el último lugar en el orden expositivo, la naturaleza del delito atribuido al fugado constituye la clave principal del escándalo suscitado en la opinión pública y en el mundo jurídico: Carlos Ruiz está acusado de haber participado en la Operación Temple, que intentó introducir en España 10 toneladas de cocaína. De no andar en juego el narcotráfico, es probable que la puesta en libertad y la posterior huida de un procesado en vísperas de la vista oral hubiesen pasado inadvertidas. Para desgracia de los tres magistrados de la Sección Cuarta, la historia de Colombia ilustra sobre la manera en que el dinero del narcotráfico suele comprar la voluntad de políticos, jueces y funcionarios: sea razonable o no ese espectral conjuro, el fantasma del cohecho invocado por los damnificados hace acto de presencia siempre que los grandes traficantes enriquecidos con el dolor ajeno se libran de la cárcel.

Pero la función de los jueces en un Estado de derecho no es transcribir en lenguaje legal el veredicto de las emociones populares, tal y como pretende la doctrina Cascos: la obediencia de los tribunales a los dictados de la opinión pública conculca el principio de la independencia judicial tanto o más que las injerencias del Gobierno a través del fiscal general. Un valiente documento suscrito por casi 300 catedráticos, jueces y fiscales ha recordado a los inquisidores mediáticos que los miembros de la Sección Cuarta están amparados por la presunción de inocencia mientras no sean condenados por sentencia firme y han criticado su feroz linchamiento moral. Más allá de las responsabilidades penales y disciplinarias, resulta casi imposible, sin embargo, exculpar la imprudencia de unos magistrados que causaron con su resolución efectos a la vez indeseables y fácilmente previsibles por unos profesionales veteranos.

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