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Tras la insumisión

Francesc de Carreras

El chiste -es un decir- de Máximo que se publicó en el EL PAÍS de ayer no tenía desperdicio. Se veía a Bush tras un podio, con un fondo de cañones dibujado con estilo expresionista, pronunciando la siguiente frase: 'Abolido el servicio militar obligatorio, comienza la militarización mundial forzosa'. Nada más exacto.

A los casi cinco meses de la tragedia del 11-S, ya no valen las especulaciones sobre el futuro, sino que simplemente sólo cabe constatar las realidades del presente: aumento brutal de los gastos militares y de seguridad de Estados Unidos, convertido más que nunca en solitario policía del mundo, quedando Europa en un papel claramente subordinado. En definitiva, el ataque terrorista ha servido para que Bush pueda desarrollar cómodamente su programa conservador en su máxima radicalidad.

Algunos optimistas creyeron, tras el 11-S, que se produciría un giro positivo en la política exterior norteamericana, especialmente en dos aspectos: una mayor colaboración con Europa que hiciera olvidar la tendencia aislacionista de los republicanos y una solución equitativa y razonable al conflcito palestino, uno de los focos que nutren ideológicamente al extremismo terrorista. Pues bien, ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario: lo que tenemos es un Gobierno norteamericano que ni consulta ni necesita a nadie y que presta todavía un mayor apoyo a Israel para que consolide por la fuerza su ocupación de Palestina.

A todo ello, lo que más extraña y asombra es el silencio y, por tanto, el asentimiento de la mayor parte de la izquierda europea ante la actual situación de guerra y las perspectivas bélicas que Bush anuncia contra los 'ejes del mal'. Como sabemos, los ejércitos de los países europeos han sido meros comparsas en la inútil campaña militar contra Afganistán, pero no es menos cierto que están comprometidos en ella. Más claro todavía: aun sin darnos mucha cuenta, España participa en la guerra de Afganistán. Es decir, estamos en guerra, hay españoles en aquel remoto país que arriesgan sus vidas defendiendo no se sabe muy bien qué ni a quién. Y sin embargo, nadie lo diría: ni hay clima perceptible de guerra ni hay movilizaciones populares de una cierta envergadura que se opongan a ella. Ni en España, ni en ningún otro país de Europa, ni tampoco, al parecer, en Estados Unidos. ¿Por qué tal pasividad? ¿Qué está sucediendo?

Esta escasa contestación a la guerra no puede desligarse de uno de los mitos de una izquierda aparentemente radical pero, en realidad, candorosamente ingenua. Me estoy refiriendo a los movimientos de insumisión al servicio militar obligatorio como medio de lucha contra el armamentismo y en favor de la paz. No es casualidad que, en el preciso momento en que estamos en guerra, haya dejado de existir el servicio militar en virtud de una ley aprobada por un gobierno conservador que, además, está dispuesto a indultar a los insumisos hasta ahora condenados. Esta lucha por la insumisión ha tenido, sin embargo, un triste final: un aumento de la militarización mundial y un estado de guerra con participación española sin ninguna contestación social. Alguna responsabilidad tiene en todo ello el movimiento de insumisos.

Los jóvenes que pretendían ser pacifistas radicales por medio de la insumisión fueron unos ingenuos porque, con toda su indudable buena intención, partían de una base falsa: que eliminando a los ejércitos se llegaría a la paz mundial. La realidad es muy otra: los ejércitos -como también es el caso de la policía- son necesarios e imprescindibles para la paz a menos que haya un acuerdo general para que todos desaparezcan. Mientras exista uno solo, la paz será imposible; más todavía: en ese caso, la guerra será mucho más probable.

Por tanto, la insumisión al servicio militar obligatorio sólo tenía un final previsible: la sustitución del ejército de leva -obligatorio para todos, fuera cual fuera su condición o clase- por uno profesional. Y un ejército profesional se nutre de los sectores económicamente más débiles de la sociedad, tal como la actual situación española demuestra. En conclusión, la insumisión no sólo no hace desaparecer el ejército, sino que además tiene otra consecuencia: el nuevo ejército está compuesto por los más pobres y marginados de la sociedad, los que no pueden encontrar otro trabajo mejor. Por eso lo aceptan, sin poner dificultades, los gobiernos conservadores.

Pero, además, el ejército profesional tiene otra consecuencia perjudicial para el movimiento pacifista: anula la capacidad popular de oponerse a la guerra. Ello era perfectamente sabido: las movilizaciones contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos disminuyeron considerablemente cuando se pasó de un ejército de leva a uno profesional. Las clases medias con capacidad de crear una opinión pública contraria a la guerra no se inquietan ni se movilizan cuando tienen la tranquilidad de que sus hijos no irán a morir al frente. Con el ejército profesional sólo van a la guerra los jóvenes provenientes de sectores marginales, con escasa capacidad de incidencia social. Esto es lo que sucede en la actualidad en España y en Europa. Por ideología, muchos están contra la guerra. Pero pocos son los que están dispuestos a dar una batalla pública contra ella: el asunto no les afecta directamente.

Un pacifista inteligente sabe que, precisamente porque está contra la guerra, debe tener un buen ejército en el que, además, deben estar implicados todos los sectores de la sociedad. Un pacifista ingenuo sólo practica una demagogia que, a la postre, lleva a que vayan a la guerra los más pobres -actualmente para que se enfrenten con otros que lo son todavía mucho más- y fomenta una desmovilización que impide cualquier control social de los gobiernos, contribuyendo así a que, al final de todo -y en eso estamos-, se consolide un solo ejército que dirija el mundo, ayudado, a lo más, por un conjunto de sucursales locales. A pensamiento único, ejército único.

Como ha dicho Máximo, ésta es la situación: 'Abolido el servicio militar obligatorio, comienza la militarización mundial forzosa'.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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