Cuando los pintores ayunaban
El pintor ayunaba. Y con el ayuno llegaban el rezo y la meditación. Sólo después de haberse abismado en sí mismo, cuando se sentía espiritualmente preparado, se disponía a pintar.
Pintaba iconos, escenas de las vidas de los santos, daba imagen a la Virgen y al Pantocrátor, que allí -en Rusia- y entonces -en los siglos XV, XVI y XVII- se llamaba el Salvador. Sólo con su interior vacío de las preocupaciones del mundo el pintor ruso alcanzaba a pintar la armonía y la espiritualidad, la elegancia y la profundidad, el refinamiento y la filosofía.
Limpio, puro, inmerso en un estado de espíritu elevado, el pintor tomaba una tabla de madera de tilo, pino o abeto y pegaba en ella una tela de lino, que recubría de yeso o polvo de alabastro. Entonces se disponía a trazar el dibujo con líneas negras sobre la superficie blanca, primero con carboncillo y luego con pintura negra: dibujaba las figuras de los santos y los edificios, los árboles y los caballos. Una vez el cuadro perfilado, añadía los colores: primero el oro del cielo y de las aureolas, luego el rojo, el azul, el amarillo y el marrón. La pintura era de temple al huevo. El icono, sobre todo, tenía que ser, además de espiritual, duradero: la espiritualidad no podía concebirse de otra manera que perdurable.
En esto pienso cuando entro en la sala que reúne medio centenar de iconos de la Galeria Tretiakov de Moscú, que se muestran aqí, en la sala de exposiciones del centro cultural de la Caixa de Catalunya, situada en el edificio de La Pedrera (hasta el 17 de febrero). Estoy preparada para contemplar una clase de pintura que me transportará al universo de lo inmaterial, a la esfera del espíritu. Del alma, como diría un ruso, criado en la tradición de Dostoievski. Lo primero que me invade, en cambio, es una fiesta de colores alegres. Una sinfonía de tonos brillantes -rojos fogosos, amarillos mimosa y azules cielo primaveral- cubre las paredes de la Pedrera. Luego, en casa, consulto el primero de los dos volúmenes del lujoso libro La pintura rusa, de Natalia Novosilzov, que se ha publicado recientemente (Editorial Carroggio, Barcelona), y aprendo que esos colores intensos forman parte de la espiritualidad del cuadro y que conforman su significado simbólico: el rojo es el amor; el blanco, la pureza; el castaño, la humildad; el verde, la regeneración y la caridad, el amarillo, si es vivo, la verdad. El blanco es la luz y la sabiduría; el negro, la nada, el caos y la muerte.
En los iconos observo caballos blancos y negros, como en los cuentos populares rusos, el san Jorge legendario, figuras humanas multicolores como en las miniaturas rusas y orientales... y entonces me detengo ante un gran retrato del Salvador: su profunda mirada, llena de calma y sabiduría y armonía, como la que se suele admirar en los diversos rostros de Buda, comienza a invadirme. Siento que entre mí y el apacible rostro se establece un diálogo.
Pienso en el trabajo de cualquier gran artista, en sus ayunos y noches en blanco, en sus estados de depresión y de crisis, todo eso por intentar extraer de lo más hondo de su interior lo esencial del espíritu. Pienso en los prolongados estados de tensión y ansiedad de los creadores de todas las épocas, de esos estados torturados que desembocan en dar forma a una obra de arte: de pintura, de música, de literatura.
Ahora fijo la vista en los ojos de san Juan Bautista, obra anónima -los iconos no se firmaban- en la escuela de Nóvgorod-. Sus ojos, que a su vez me observan, se convierten para mí en el centro de esta sala, de mí misma, hasta que llegan a ser el centro del universo. Esa mirada nos acerca a lo inexpresable, a lo que sólo es dicho más allá del silencio, cuando la pintura se convierte en la forma más sutil y más profunda del conocimiento. Entonces recuerdo la espiritualidad de los cuadros de las culturas india, tibetana y china, cuyo centro capta al espectador -primero su mirada y luego todo su ser- para transmitirle su sabiduría y su verdad sin nombre... Y al igual que la pintura espiritual india que describe la vida del dios Vishnu y sus encarnaciones, también la pintura religiosa rusa retrata alhombre como a un ser más allá de lo humano, una criatura divina, con el rostro quieto e inexpresivo, que manifiesta la divina armonía entre su interior y el mundo.
No puedo quitar los ojos de la mirada de san Juan Bautista, y luego de san Pedro y del arcángel Gabriel, y pienso en la época en que se crearon esos iconos. Eran siglos llenos de guerras -la herencia de las batallas de Gengis Khan y de la conquista de Siberia- y de los reinos del terror (el zar Iván el Terrible coincidió con la época de esplendor del icono). La espiritualidad del icono contrastaba entonces con la violencia y la crueldad de la época y llenaba los corazones de una dulce melodía que nace de lo más profundo: del arte. Del sufrimiento. De la más honda reflexión. De la meditación. Del alma.
Me dejo llevar libremente por la sala, deteniéndome ante los cuadros según el capricho del momento. Y empiezo a ver, en vez de serios rostros aureolados del siglo XVI, las caras y las figuras y los paisajes de Goncharova y Tatlin, de Kandinski y Jawlenski, de Sonia Delaunay y Chagall, de los cubistas y los constructivistas y los expresionistas rusos, de toda esa pléyade de pintores rusos del siglo XX que, lo comprendo una vez más, ha bebido de esos cuadros antiguos y ha respirado su cromatismo, su espiritualidad, su singularidad. Pero sobre todo veo a Malevich, el único.
Escucho la música religiosa rusa que llena la sala como fondo melódico de las pinturas y junto con el coro ruso oigo los cuartetos de Shostakóvich, ellos también llenos de sufrimiento, el sufrimiento del siglo XX. Y ya junto a la salida, percibo en la atmósfera que crean los iconos los violines de las composiciones musicales de Arvo Pärt, nacido en la URSS, cuya música tiene su origen en la religión ortodoxa rusa, es decir, directamente en el corazón de los iconos que tenemos la suerte de poder admirar en La Pedrera.
Monika Zgustová es escritora.
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