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Columna
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RIP por la propina

Entre las cosas que el euro se llevó están las propinas, ese redondeo generoso al alza que denotaba satisfacción por algún servicio recibido. Directamente viene del latín y significa invitar a beber después de algún acto social que mereciese la pena ser celebrado. También se llamaron así a las monedas que se daban en domingo a los hijos para que compraran dulces o juguetes. Hoy, la grey sucesiva, fuertemente concienciada, interviene en los presupuestos familiares exigiendo la paga semanal, como derecho adquirido tras denodada lucha. Los padres la entregan y se desentienden del destino dado a esa suma. Imposible estar al caldo y a las tajadas.

El nombre y significado es similar en otras latitudes; los franceses se atienen a la primitiva acepción: pourboire, para beber. Era un impuesto disfrazado de generosidad, con escala variable que iba de la magnificencia a la tacañería. En algunos sitios se convirtió en reclamación coactiva, capaz de amargar el mejor de los propósitos. Recuerdo cierta ocasión, en París, durante el periodo que transcurrió entre el franco fuerte y el antiguo franco, lo que producía desorientaciones similares a las que ahora nos causa la moneda fraccionaria europea. Cenaba con unos amigos, muy tarde, a la hora española, en un restaurante vietnamita, al aire libre, en la orilla izquierda del río, ante la reprobadora y oblícua mirada del cocinero, propietario y cocinero, todo en una pieza, que estaba deseando marcharse, con muestras de patente impertinencia. Abonamos la factura dejando lo que, sinceramente, pensábamos que era una propina razonable, que el tipo no se había ganado. Retirados platos y manteles, el oriental, rezongando sin parar, pasó junto a nosotros arrojándonos, con violencia, la calderilla que juzgaba insuficiente.

No entregar la propina mínima a un taxista en algunas ciudades del continente exponía a sus dicterios que rozaban la agresión. En los países árabes de nuestro entorno, los niños de antaño no lanzaban piedras con honda, sino que reclamaban machaconamente el bakchís, la propina, retirada hábilmente de los bolsillos del turista infiel, sin dar nada a cambio, que no fuese la lata. Son exacciones cuyo límite era la limosna, cuya solicitud, por amor de Dios, está sustituida por la información de que alguien necesita un buen bocadillo.

En España estuvo muy enraizada la propina, situada en el 10% para abajo. Las tarjetas de crédito, en un momento dado, incluían, como parte deducible por el destinatario, un porcentaje, aparentemente voluntario, difícil de esquivar. El problema particional entre propietarios y asalariados debió aconsejar su eliminación. Consistía en englobar, bajo del importe, la cantidad añadida, sumándola al total y cargada en la tarjeta. Cómodo para el usuario, quizás por eso lo desestimaron.

La propina pudo haber servido de referencia para la regulación de los precios, porque solía tener larga estabilidad entre los hábitos sociales. En el guardarropas de un bar, un restaurante, un teatro o cualquier otro lugar público se daba una peseta por abrigo, sombrero, impermeable o paraguas en los tiempos posteriores a la guerra civil; un real, dos o una pela al sereno de la calle. Transcurrieron 20 años en pasar del duro y las fracciones de 10 y 25 pesetas. Últimamente la unidad decorosa llegaba a las 100 para la menuda esplendidez.

No puede dejarse de lado un espontáneo hábito predemocrático, ejercido en los restaurantes de segunda categoría y en las tabernas afamadas: Los dueños o los maîtres confraternizaban con el cliente, al que daban palmaditas en el hombro y estrechaban con firmeza su mano. A mí me parecía una excelente innovación, muy campechana, pero la encontraba contradictoria: palmaditas e intercambio manual o propina. Hubo un dicho que tranquilizaba la estrecha conciencia de los cicateros y mezquinos: 'La propina arruina al que la da y envilece a quien la recibe', propuesta revolucionaria poco apreciada por los segundos.

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Franqueaba puertas y conquistaba voluntades. Oí decir de alguien que conseguía las mejores entradas en los cines o en los toros saltándose la cola y solicitando: 'A ver, unas entradas para el señor Propínez', mostrando cautelosamente a la taquillera la gratificación. Otro capítulo merecería el castizo 'bote', un permanente guiño hacia la dadivosidad de la parroquia.

Bueno, pues me temo que el euro acabó con lo que se daba. O puede que no.

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