Inseguridad
Una de las cosas malas del terrorismo es el aparente designio caprichoso que hace imprevisible el lugar donde asesta el golpe. No hay barreras ni fielatos para esos sujetos embebidos en un juego de rol que extermina, destruye y mata en cualquier lugar de España y se lleva por delante a quien se encuentre en el lugar inadecuado. La policía vasca y los jueces que ejercen en aquella región están más que hartos de exponer sus vidas cada mañana, aunque se les paga para que defiendan al resto de los ciudadanos, descubran e inutilicen a los asesinos. Me ha parecido anecdóticamente sorprendente que los asociados de IU no estén pidiendo a voz en cuello dimisiones políticas en el País Vasco, ya que las exigen con el menor pretexto en cualquier lugar y ocasión. Allí, las supremas autoridades no son capaces de garantizar la integridad física de, por lo menos, el 48% de la población, incluidas las fuerzas de orden público y los otrora temibles señores de las puñetas.
Esa demostración de incapacidad flagrante parece ser vista con gran indulgencia, por el simple cálculo de probabilidades, que indica una estimable posibilidad de supervivencia entre los simpatizantes y votantes de determinada opción política. Los que vivimos en grandes ciudades, como Madrid, lo tenemos bastante crudo, por ese aparente comportamiento errático que parece sentir cada vez más fuerte inclinación hacia los enclaves densamente frecuentados. Uno siente añoranza de tiempos pasados, cuando vivíamos en aglomeraciones fácilmente controlables. Era incómodo, agredía el sentimiento de la privacidad y se resentían las libertades públicas y privadas, aunque terminaran entre el retorcido amasijo de una furgoneta cargada de explosivos. Menos mal que no nos dan a elegir. Para nunca volver, se acabaron -quedan escasas muestras- los viejos porteros de fincas urbanas, que vivían en el mismo edificio, conocían a los vecinos, detectaban la presencia de forasteros -sospechosos o no- y nos echaban una mano en las tareas domésticas si venía el caso, amén de distribuir con tino la correspondencia. Hoy se impone el portero automático o el conserje sujeto a un horario laboral que intenta pasar inadvertido, ahorrando el saludo a los vecinos quienes, por otra parte, están perdiendo el hábito de relacionarse con el vigilante.
Alguna vez hemos expresado la nostalgia por los serenos, imposibles hoy en esta urbe de cuatro millones, aquellos fornidos asturianos que se llamaban Manolo y con un manojo de llaves y un garrote controlaban las calles ciudadanas. Hubo también, aunque no tuve ocasión de comprobarlo personalmente, los que se llamaron 'jefes de casa' o algo así, eficaces colaboradores de la policía cuando algo anormal llegaba a suceder. Hoy comparecerían con autoridad ante la cámara de televisión hurgadora, repetitivamente, en el caso de los malos tratos domésticos, desplazando el protagonismo de las vecinas emperifolladas que comentan lo discreto, incluso la cortés simpatía del fulano que acaba de descuartizar a su pareja de lecho o, al contrario, las frecuentes broncas en el cuarto D que no presagiaban cosa buena.
Vivimos la inseguridad, sin opciones siquiera a elegir un sistema de protección que merezca pagar una cuota suplementaria, incluso a costa de nuestra intimidad. En país tan asépticamente democrático como Suiza, cuando en el pasado hubo sospecha de talantes dictatoriales, decidieron que cuanto afectara a la vida pública fuese votado y sancionado por la mayoría. Desde la sustitución del jefe de los bomberos hasta la colocación de una papelera o la modificación de la parada del autobús. Salvo raras ocasiones el suizo medio vive desinteresado por los incesantes comicios en cada cantón, cada ciudad, pueblo o aldea, donde los sufragios rozan el 2% o el 3,7%. No importa, el resultado afecta también a los que no votan. No se lo van a creer, pero hay bastantes lugares donde esa práctica se asume y acata. La reacción defensiva ante el terrorismo es el olvido transitorio, convivir con el miedo, y eso debe resultar muy fastidioso para los asesinos, que se ven obligados a manipular continuamente los explosivos, con lo peligroso que puede resultar.
Pienso que no se estima y estimula suficientemente el trabajo de los servidores del orden público en la escala de valores de la sociedad. Si en lugar de ver en ellos a beneméritos funcionarios dispuestos a sacrificar la existencia por nosotros, se piensa que pueden ser unos híbridos de la Gestapo y el KGB, además de venales y corrompidos, aconsejaría, al que pueda, que abandone el país, sin comprometerme a señalar destinos fiables. Es decir, que cuando veamos al policía de tráfico, temamos por la multa, no por la vida.
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