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Columna
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Unanimidad

Toda una exhibición. El XIV congreso del Partido Popular ha hecho sonar una alarma en los oídos de los demócratas. Pase que un cónclave de este tipo prescinda de la autocrítica. Pase que esté cargado de esa euforia que empapa a los militantes en épocas de bonanza. Pase la ausencia de debate. Pasen, en fin, los esquematismos habituales en las organizaciones de masas. Pero la unanimidad aclamatoria que ha marcado su discurrir resulta obscena, amenazante para la sensibilidad cívica más benévola. La deriva oligárquica que afecta a los partidos en las sociedades modernas ha dado un salto en el Palacio Municipal de Congresos de Madrid hacia un caudillismo sin complejos, en el que José María Aznar, con el anuncio de su retirada cuando está en la cima de su poder, tensa todos los hilos de una forma de ejercer la política que la derecha ha aplicado con fortuna tras la amortización de las recetas ideológicas neoliberal y neoconservadora. Se trata de una política cuyo margen de maniobra, amplísimo, es el que queda abierto entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se proclama y los intereses que se defienden. Cuanto más demagógica, más efectiva resulta la acción del partido y de sus dirigentes porque la distancia entre el discurso y la realidad es un territorio impune mientras no se demuestre lo contrario. De ahí que las votaciones internas sean escalofriantemente unánimes. El congreso del PP se ha convertido en una gigantesca plataforma de propaganda, como lo son, con escasísimas excepciones, las administraciones que gestiona. Hay que reconocer la habilidad de Aznar al introducir, sin resolverlo, el asunto de la sucesión. Un asunto que se traslada, así, a toda la estructura del PP, de Santiago de Compostela a Valencia, para acentuar el aura caudillista y autocrática, el peso de un poder que no emana de abajo. Sumidos en esa vorágine, un representante tan genuino de la nueva derecha como Eduardo Zaplana, su supuesto sucesor Francisco Camps, el diputado emergente Vicente Martínez Pujalte o el senador decaído Esteban González parecen figurantes de un espectáculo cuya única endeblez, irreductible, reside en que el éxito depende todavía del público.

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