Ahora me hace falta tu mano
Ahora me hace falta tu mano. Hay momentos, ¿sabes?, en los que me siento tan cansado, todos estos días llenos de palabras que se me escapan. Entonces pienso en ti: Joana. Pienso: voy a contarte una cosa. Hace poco tiempo murió la hija de un amigo mío, un hombre generoso y bueno, mejor de lo que alguna vez fui yo. Un cementerio es un lugar horrible y su dolor me dolía. Después que acabó todo, volví al automóvil. Eran muchos pasos por los senderos que llevaban a los automóviles. El pequeño ataúd blanco. Aquellos árboles que tú conoces de cuando nos vimos hace dos años. Me despedí de las personas un poco al azar, sin sentir los dedos que apretaba: tienen tantos dedos las personas. Ya no recuerdo por qué abrí el maletero del coche. Allí dentro había cosas tuyas de España: blusas, papeles, las inutilidades confusas que no paras de juntar. Cogí una de tus blusas, la abracé. Y me eché a llorar con un llanto de niño, con la cabeza inclinada ante el maletero del coche con la esperanza de que no me viesen. Después me sequé la nariz con la manga
Nunca llega a gustarme lo que escribo, creo que el libro en el que trabajo es el más difícil
nunca perdí el hábito de secarme la nariz con la manga
tragué saliva y me fui. Siempre que me siento en tu coche me acuerdo de ti. También me acuerdo cuando no me siento en el coche, pero siempre que me siento en el coche me acuerdo de ti. De ti y de Malanje donde comenzaste a ser, y los mangos tiemblan en el interior de mi sangre.
Pero ahora me hace falta tu mano. Hay momentos en los que me canso de ser hombre: todo tan pesado, tan extraño, tan difícil. Trato de tener paciencia y, no obstante, a veces las cosas lastiman, hay ideas que entran en uno como espinas. No se pueden quitar con una pinza: se quedan allí. Es entonces cuando la cara comienza a estropearse y uno
dicen
envejece. Necesito muy pocas cosas hoy en día: unos libros, mi oficio de escribir, amigos que se estrechan con el tiempo, algunos dejados atrás, no sé dónde. Mi abuela decía que fui la persona por quien más lloraba. Nunca me lo creí. Era autoritaria, amorosa, seductora: ¡me trataba tan bien! Jugábamos a ver cuál de nosotros dos conquistaba al otro: andábamos más o menos empatados
(sabes cómo detesto perder)
y en eso ella murió. Me acuerdo de que salía de tu casa e iba a comer a la cervecería. Aún no tenía tiempo de sentir su ausencia. Le pedí el suplemento de deportes al camarero. Al volver arriba la encontré vestida sobre la cama.
Ahora es noviembre, tengo frío, ando dándole vueltas a una novela que no llega a gustarme. Nunca llega a gustarme lo que escribo, creo que el libro en el que trabajo es el más difícil, creo que las palabras me derrotan. Frases sacadas como piedras de un pozo que no veo. Trivialidades que me indignan por estar tan lejos de lo que quiero. Capítulos que se me escapan, el plan de la historia dinamitado por los caprichos de mi mano, que no hace lo que pretendo: huye siempre, inventa, tengo que cogerla en medio de un periodo inverosímil. Tal vez por eso me hace falta la tuya. O no por eso: no bebo y, no obstante, hay momentos en los que me siento tan solo que es casi lo mismo. Y sin esa soledad no me resulta posible escribir. Mi amigo, ese al que se le murió la hija, se llama José Francisco. Cuando sonríe, las comisuras de su boca parecen levantar vuelo. Me hace bien. Me gustaría sonreír así. Hice la prueba frente al espejo y no es igual. Es decir, la boca se curvó pero los ojos se quedaron fijos, duros. Dejé de sonreír y me llené la cara con crema de afeitar hasta que sólo fui nariz y ojos. Entonces sonreí otra vez y a los ojos les hizo gracia y cambiaron. Mis ojos serios miraban a mis ojos divertidos. Guiñé el izquierdo y el espejo guiñó el derecho. Me lavé la cara, apagué la luz, salí. Por un instante tuve la sensación de estar caminando en Malanje. Aquel olor a tierra, dilatado, opaco, violento.
Y listo, es tarde. En cuanto llegue al final de la página, se acabó. Le pongo el capuchón a la pluma, apoyo los codos en la mesa y me quedo observando la pared. No voy a releer esto, lo mando tal cual. Prefiero observar la pared, dejarme impregnar despacito por la esencia de las cosas. Esta silla, aquel mueble, una manchita de ceniza en el suelo, mis manos heladas de frío mientras acaban esta crónica. Tal vez mañana te telefonee. O regrese a la novela con la porfía de los perros. Pienso: aunque me deje en ella el pellejo lograré acabarla. La comencé a principios de octubre, falta mucho. Acomodo los papeles, pongo todo en orden para la escritura. Aunque me deje en ella el pellejo lograré acabarla. Leo la última frase, continúo. Sólo por un instante, antes de que continúe, ¿te importaría sacar las blusas del coche? ¿Te importaría darme la mano?
Traducción de Mario Merlino.
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