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Verbo Sur | NOTICIAS DE AMÉRICA
Columna
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Más que un cuento

-MIRA CÓMO TIEMBLO...

Había frases que los niños aprendíamos en el barrio y en el colegio para enfrentar a los abusivos y los embaucadores. Frases mayoritariamente defensivas que debían usarse rápidamente.

-Y ahora cuéntame una de vaqueros...

Ésta me gustaba especialmente. Aludía al mundo de las historietas que devorábamos con pasión. Con el correr de los años amamos otros cuentos.

Quizá, digo hoy, nos habían preparado también otras frases de historieta, incubadas desde nuestras lecturas infantiles: '¡Por la justicia!', '¡a luchar por la libertad!'. Conforme a nuestra edad, y en buena hora, nos cautivaron otras frases, expresadas por Mariátegui, el Che, Lennon, los jóvenes de París de Mayo del 68.

-Y ahora cuéntame una de vaqueros...

Te cuento una de Huntington, el que habla del choque de las civilizaciones. Es muy sugestivo y vale que haya puesto como protagonistas a las identidades culturales, pero no me gusta el final de su historieta ni cómo va ordenando todo para que venzan sus héroes blancos anglosajones y protestantes. No, porque soy de los otros. Porque me interesa más el tipo de historias que escribió Oesterheld, en que los hombres y mujeres tienen debilidades y grandezas. Los héroes y los que no lo son están en todos los pueblos y condiciones y dentro de cada persona.

Para entender nuestro mundo hay muchas entradas y hay una que es especialmente transitable para la mayoría de la gente: las historietas. Podemos comprendernos con personas de otras latitudes al cotejar nuestros prácticas como lectores, así como nuestras emociones ante algunos personajes, sus expresiones, los géneros, formatos, épocas... Empero, el mundo es ancho y ajeno.

Primer reconocimiento: hablando de historietas, iberoamericanos y europeos, siendo cada uno quien es, nos encontramos algo más cerca que con el resto del mundo.

Sitúo mi escenario: Latinoamérica, primera mitad del siglo XX, con sus dos países líderes en historieta: Argentina y México. En ambos se produjo la mayor cantidad de publicaciones que circularon por el continente (después de las de patente norteamericana, claro está). A Argentina, en especial, le debemos la gloria de difundir el término historieta. En México se le llamó también monitos y cuentos. En Colombia, muñequitos. En Perú, chistes. En Cuba, desde los años setenta, cómicos. En cada caso, la palabra señalaba el carácter humorístico predominante en el nuevo medio. Historieta tampoco es que fuera seria, pero hablaba de historia, sin solemnidad (que no le sentaba) y eso se entendía en todas partes.

Las industrias editoriales de Argentina y México traspasaban sus fronteras (la historieta brasileña también fue masiva, pero en portugués, se quedó en su inmenso país). Cada cual tenía su área de influencia y esto ocurría también con las canciones y el cine. A Perú, por su posición geográfica, llegaban ambas y me atrevo a decir, grosso modo, que las clases medias y criollas eran más receptivas a la historieta argentina, en tanto que los sectores populares y de migrantes andinos se identificaban más con las producciones mexicanas. Al finalizar la década del sesenta, se comenzó a ver en algunas librerías especializadas la llegada de revistas del bloque socialista. Entre ellas, de propaganda casi candorosa, llegaron muestras de historias ilustradas, no propiamente historietas, con personajes y contenidos proselitistas.

En los setenta, la novedad se extiende y alcanza el mundo de los quioscos, en el que asoman historietas chilenas, de excelente factura, debidas a la editorial Quimantú del Gobierno allendista. Las revistas de historietas argentinas sientan sus reales con recopilaciones de obras antiguas y nuevas. Mafalda, de Quino, se difunde por los diarios, quioscos y librerías, traduciéndose a casi treinta lenguas, el más grande éxito alcanzado por una historieta iberoamericana. Fue una época sumamente gozosa y que siguió en los ochenta. En los quioscos, la historieta norteamericana tradicional parecía tensarse ante el avance del frente latino, al que se sumaban historietas locales y españolas, el tebeo adulto. Entonces conocimos al gran Carlos Giménez.

En este contexto, a mediados de los setenta, participé en un taller de historieta popular en Villa El Salvador (Lima). Allí se trataba de difundir el lenguaje de la historieta, que cualquier persona pudiera expresarse a través de la narración dibujada. Le siguieron cientos de talleres en el continente, España y Alemania.

A los ochenta se ha llamado la década pérdida para Latinoamérica. Seguramente. Pero en esos años surgieron nuevos talleres y miles de jóvenes crearon sus historietas. La pelea se daba en otros espacios, llegando incluso al aula escolar. Y ya no era frente al modelo norteamericano, sino por democratizar el lenguaje de la historieta, ideal para el ejercicio de la conciencia crítica y el acceso a otros medios.

En los quioscos se perdió. Con un fuego combinado entre medios visuales e impresos, el manga japonés se impuso cubierto por el anime, arrasando a la historieta norteamericana. Ironías de la vida, historietistas de países con tradición en este arte se allanaron a las formas japonesas de moda.

Y fuera de los quioscos, instalado en la intimidad del hogar y en las cabinas públicas, un nuevo hermanito puso en sobresalto a la historieta: las computadoras, con sus flamantes recursos -efectistas y también de alta eficacia-, con el e-mail e Internet.

Entre tanto, en toda Iberoamérica creció el fenómeno de los fanzines con suertes diversas. En algunos países, la expresión libertaria que favorecen estas publicaciones alcanzó niveles artísticos que atrajeron a las galerías y sus críticos. La historieta extremó sus búsquedas, aunque a menudo parecían más ocupados en el cómo que en el qué. El saldo es un conjunto de talentos que ya quisiéramos ver más difundidos.

Algunos le reclaman a los autores, otros a los editores y hasta a los lectores. Está bien, entre estos tres hemos de confluir. Pero, además de las invocaciones, mantengamos la mirada atenta en el sentido de nuestro trabajo y en las posibilidades crecientes de la historieta, vigoroso medio de apenas cien años, con responsabilidades y sobre todo con mucho por vivir.

-Y ahora cuéntame una de vaqueros...

Juan Acevedo (Lima, 1949) es autor de Para hacer historietas, el Cuy y Pobre diablo. Actualmente realiza La historia de Iberoamérica desde los niños.

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