La historieta en el diván
A Picasso, Steinbeck y Joyce les gustaban los cómics y un pintor germanoamericano vanguardista, Lyonel Feininger, los cultivó profesionalmente. Pero la narrativa dibujada de los cómics ha padecido un gran desencuentro en las dos orillas del Atlántico. En Estados Unidos nacieron, universalizados en sus soportes periodísticos, para un público interclasista, intergrupal y de edades diversificadas, mientras que en Europa crecieron cercados por las vallas editoriales especializadas de la literatura infantil. Aquel origen permitió la pronta aparición de una experimentación vanguardista en la producción americana, anterior a la irrupción del cubismo (1907), del manifiesto futurista (1909), del dadaísmo (1916) y del cine de vanguardia (1919). En esta imaginativa oleada comparecieron los sueños fantásticos que McCay dibujó para Little Nemo (1905), que coincidieron con las primeras investigaciones de Freud; las fabulosas y extrañas bestias hibridizadas que Gustave Verbeck produjo para The Terrors of the Tiny Tads (1905) y el universo poético presurrealista de Krazy Kat (1910), de Herriman, entre otras joyas. El milagro de aquella vanguardia residió en que fue compatible con sus soportes de difusión masiva, sin que su escala social dañase su vigor y audacia creativas. Pero las reglamentaciones de la industria periodística yugularían desde 1915 aquel impulso creativo.
El tardío desquite estético
europeo en este medio llegó en los años sesenta, cuando ya Andy Warhol, Roy Lichtenstein y las huestes del pop-art habían reciclado sus figuraciones en las galerías de Manhattan. Este desquite fue activado por un eje editorial Milán-París, con sus vértices en la revista Linus y en la editorial Terrain Vague, de obediencia surrealista. Las provocativas heroínas dibujadas de esta década -Valentina, Barbarella, Jodelle, Pravda- recurrieron al erotismo de choque para quebrar las vallas del gueto infantil que oprimían al medio, en un impulso estético concomitante con el de la nueva ola en el cine francés y la nueva sensibilidad propuesta por Antonioni. Alain Resnais y Antonioni, en efecto, proporcionaron a Guido Crepax su matriz estética para Valentina. Fue entonces cuando el mundo académico, de la mano de Umberto Eco, se dignó a echar una mirada al universo de las viñetas y el difunto tebeo se metamorfoseó en narración figurativa y literatura dibujada. Tal vez este abrazo cultural, con aroma semiótico, resultó ser el abrazo del oso, pues la entrada de los cómics en la universidad los alejaron también de su público natural. En España apenas nos enteramos de estas escaramuzas culturales, a pesar de las interesantes contribuciones de Carlos Giménez y Enric Sió. Por aquella época, nuestro marxista oficial, el profesor Manuel Sacristán, me pidió que le comprara, en un viaje a Nueva York, la última compilación de Pogo, la sátira política dibujada por Walt Kelly, que también generaría una tesis doctoral en la Universidad de Barcelona años después.
Tras la conmoción de los irre
verentes comix contraculturales (Robert Crumb, El Víbora), del efervescente neoexpresionismo de las series fantacientíficas, de fantasía heroica y de espada y brujería (Richard Corben, Moebius) y del retorno al orden que ahora parece imperar, los cómics están sufriendo una crisis de identidad en un ecosistema figurativo hegemonizado por la imagen televisiva, por los videojuegos y por la parafernalia digital. Lo que ocurre es que a la cabeza de su diván terapéutico, ni los editores ni los comunicólogos parecen tener las ideas claras acerca de sus remedios. La imagen cinematográfica ha escapado a la crisis porque sus mayores ingresos vienen hoy de su consumo en los terminales electrónicos domésticos. Pero la cultura del papel se ha revelado más vulnerable. Tal vez la promesa interactiva de Internet, con sus cómics sin viñetas (sustituidas por el encuadre de la pantalla), sin papel y manipulables digitalmente por su usuario, anuncie el renacimiento del que Francis Lacassin llamó noveno arte, fruto del sinergismo de la imagen icónica secuencial y del texto literario escrito, que reconcilian dos tradiciones culturales tantas veces antagónicas, la sensorial y la intelectual, la del eros y la del logos.
Román Gubern es autor, junto a Luis Gasca, de El discurso del cómic (Cátedra).
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