Braque, con toda su fuerza
Georges Braque (1882-1963), el gran artista francés creó, codo con codo con Pablo Picasso, el cubismo, sin duda el movimiento de vanguardia más decisivo del siglo XX. Esta fraternidad creadora en pos de un tan relevante ismo, en el que la tercera personalidad decisiva fue la de otro español, Juan Gris, ya carga de justificación el que se presente una exposición de Braque entre nosotros, sobre todo, cuando nuestros museos públicos poseen una muy escasa representación de su obra, pero limitarnos a esta reivindicación sería casi preferir lo fundamental: la enorme importancia que tiene en sí y por sí la pintura de Braque. A fines de la década de 1970, la Fundación Juan March trajo a nuestro país la primera retrospectiva de Braque, pero, sin restarle el mérito que tal iniciativa tuvo entonces, que fue enorme, el tiempo transcurrido y, sobre todo, el diferente criterio empleado en la organización de ambas convierte la actual asimismo en un acontecimiento cultural de primer orden.
BRAQUE (1882-1963)
Museo Thyssen-Bornemisza Paseo del Prado, 8. Madrid Entre el 5 de febrero y el 19 de mayo
Concebida conjuntamente por Isabelle Monod-Fontain, directora adjunta del Centro Georges Pompidou de París; Jean-Louis Prat, director de la Fundación Maeght, y Tomás Llorens, conservador-jefe del Museo Thyssen-Bornemisza, la presente exposición no sólo ha logrado reunir un conjunto de unas sesenta obras, sino que son la mayoría de excelente calidad y, por encima de todo, seleccionadas, mediante una equilibrada proporción, de entre todas las etapas del artista, lo cual es la primera vez que ocurre en su presentación al público español.
Hacer énfasis en la representatividad de lo seleccionado de Braque tiene, en este caso, el valor añadido de no haber sido el artista francés un creador de abrupta trayectoria, sino, por el contrario, de una alta calidad sostenida desde el principio hasta el final, además de que, sólo respetando la visión completa de su evolución, se comprende la coherencia, hondura y pasión que habita en su obra. Hijo de un pintor de brocha gorda, inició sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de París en 1900, conectando pronto con los pintores fauvistas, entre los que estaban Matisse, Derain, Vlaminck y otros formidables coloristas. En todo caso, fue la contemplación de la exposición conmemorativa de 1907 de Cézanne la que le produjo un gran impacto, como le ocurrió simultáneamente a Pablo Picasso, con el que, gracias a su marchante Kahnweiler, entró en contacto, anudándose entre ellos una de las más estimulantes y fecundas colaboraciones artísticas del siglo XX. En realidad por aquellos años de fines de la primera y comienzos de la segunda década de este siglo, se produjo tal identificación estética y tal empatía entre ellos, que todavía cuesta hoy reconocer lo verdaderamente singular de los cuadros de cada uno de ellos, como se pudo comprobar en la exposición del MOMA de hace unos años que revisaba su obra conjunta en este periodo de la fundación y primer desarrollo del cubismo.
Esta estrechísima colaboración
no fue producto, sin embargo, de una afinidad temperamental, ni siquiera de una pareja sensibilidad, sino de la común comprensión de lo que era entonces artísticamente decisivo y de una misma decisión genial para llevarlo a cabo. En este sentido, ambos tuvieron la inteligencia y el coraje de ahondar de tal manera en lo que demandaba, desde un punto de vista formal, la vanguardia, que se puede afirmar que, tras ellos, ésta literalmente se agotó. Con la movilización de Braque durante la Primera Guerra Mundial, se produjo no sólo la separación física de esta intimidad creadora, sino que, en lo sucesivo, cada uno se desarrolló por su lado, como, por otra parte, correspondía a sus respectivamente muy diversos talantes. No es que el Braque de los años de 1920, como Picasso, no compartiera el llamado 'retorno al orden', pero el sentido clásico del francés se hizo más sólido, monumental y pausado que el del español, más febril, provocador, inquieto e imprevisible.
Emplazado voluntariamente al margen de los avatares vanguardistas de esa dislocante etapa de entreguerras, Braque continuó a su aire su propia evolución personal, muy rica y variada, aunque sin sobresaltos. Así, desde sus elegantes y solemnes figuras de las Canéforas hasta su posterior inmersión en las naturalezas muertas y, sobre todo, sus postreras siluetas de 'pájaros en vuelo', manteniendo siempre una muy personal y bella gama cromática, de tonos sordos y apagados, de calidad terrosa, que exaltaba la textura, Braque logró un punto de intensidad escalofriante, donde lo terrenal y lo místico formaban una misteriosa coyunda. El retiro del mundanal ruido y esta exquisitez dejaron a Braque, durante un tiempo, como en el olvido, pero, tras la Segunda Guerra Mundial, cada vez aumentó más y más la tropa de sus admiradores, que finalmente comprendieron que su aportación no se agotaba en el trascendental episodio cubista, sino que tenía una de las más poderosas luces propias de la agitada pintura del siglo XX. Hablo de pintura porque evidentemente fue, a través de ella, como Braque se expresó comparativamente más, pero no porque no hiciera escultura, orfebrería, vidrieras, grabado, escenografía, también de indudable calidad e interés, algo que, por cierto, ha sido oportunamente recogido en la excelente retrospectiva que nos visita.
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