El Cela celado
En su libro Memorias, entendimientos y voluntades, Camilo José Cela lleva su biografía hasta el año 1942, en cuyo mes de diciembre aparece La familia de Pascual Duarte. Al final da cuenta de las 12 primeras críticas y, para sorpresa y orgullo mío, aparece en quinto lugar la que yo publiqué en el diario Ya el 7 de enero de 1943. Lo había olvidado completamente. Conocí a Cela un par de años antes, y sirva esto como aval cronológico. En el primitivo café Gijón, donde todo el mundo parece haber sido asiduo, el gran poeta y excelente persona José García Nieto me daba la tabarra queriendo presentarme a un joven y prometedor escritor amigo suyo, que estaba largamente enfermo. En aquel tiempo yo era un alevín impertinente y desenfadado, apenas traspasada la mayoría de edad, con la carga de un matrimonio precoz y deseado amenizado por la inmediata llegada de los hijos. Tomé parte voluntaria -algo risible- en la guerra civil, elegido el bando que parecía haberla ganado, y, sin condiciones para medrar por presuntos hechos guerreros, sí me atribuí cierta franquicia para expresar impertinencias en los cafés, cosa nada heroica, por otra parte, porque me consideraba 'de los nuestros'.
A fin de comer con cierto ritmo y que lo hiciera mi naciente prole, publicaba, muy espaciadamente, artículos literarios, de un lirismo que entonces se llevaba mucho, hasta conseguir un transitorio puesto en la Administración: la censura de publicaciones periódicas, empleo matinal de escasa responsabilidad, seguir a rajatabla las breves instrucciones que cada mañana aparecían en el pincho... Era una tablita de madera cuadrada, atravesada por un largo clavo que enfilaba las hojas con las consignas restrictivas. Las recuerdo escasas y más bien estúpidas. Afectaban a las muy pocas revistas o boletines de aquel tiempo: las del Movimiento, Fotos, Y, Flechas y Playos, el semanario Domingo, que sacaban los Pujol en el diario Madrid, y algunas hojas religiosas o científicas. Trámite simple, remunerado con 500 pesetas mensuales, sin la menor cobertura laboral, pero que significaba más de lo que podía dar una piedra.
García Nieto, por fin, me arrastró hasta el domicilio del joven escritor, en la calle de Claudio Coello -hay lápida conmemorativa, por supuesto-, donde en una cama turca se removía un largo y flaco cuerpo, rematado por una cabeza muy gorda. Parecía una cerilla yacente. Pocas semanas después, aquella cerilla, ya erguida, se presentó en mi despacho de la censura: 'Soy el mayor de un montón de hermanos, salgo de una tuberculosis que le ha costado muy cara a mis padres y tengo que ganarme la vida y colaborar en el mantenimiento de mi familia. ¿Me puedes ayudar?'. O algo así.
La única manera a mi alcance era presentarle al delegado nacional de Prensa, Juan Aparicio, un hombre que ejerció el mecenazgo -con dinero oficial- dando oportunidades a muchos intelectuales sin reparar en ideologías. Buen conocedor del género humano, vio en Camilo José Cela la valía y le abrió en el acto las puertas de El Español y La Estafeta Literaria. A mí me envió a Budapest -'No encontramos un sitio más alejado', me dijo más tarde- y le dio el puesto vacante al novelista. Todo el mundo precisaba ganarse los garbanzos. Si han leído La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, entenderán mejor lo que digo.
Poco antes, en medio del clima de violenta exaltación que suele acompañar a la guerras civiles, Camilo ofreció lo único coherente con su capacidad: desenmascarar a posibles enemigos de la medio patria donde le había tocado vivir. Por suerte para él, la solicitud vino rechazada por ser menor de edad. ¿Quién puede reprochar que en un naufragio de valores se quiera despejar el bote que parece destinado a salvar mujeres y niños y parece asaltado por otras gentes, pues ésa era la intención? La instancia del estudiante ha sido exhumada y, en su momento, publicada en una revista de gente resentida contra los paisanos que triunfan, algo muy español, por otra parte.
Todo el mundo tiene su claroscuro, y Cela, como una travesura, ha meneado sus aguas bautismales. Yo no creo que fuera expulsado de tantos colegios por intentar producir bajas entre el clero docente, por ejemplo. Nadie escapa del pasado, porque siempre hay individuos dispuestos a descubrirlo, a adivinarlo. ¿Afecta a la gloria del gran escritor, ya difunto? En absoluto.
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