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Columna
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'Botellón'

Una vieja norma todavía vigente en Nueva York y en otros estados prohíbe consumir alcohol los domingos antes del mediodía para que los feligreses no acudan borrachos al servicio religioso. Yo no lo sabía y un domingo, recién llegado a Estados Unidos, bajé muy de mañana al supermercado para comprar unas cuantas latas de cerveza. Venían unos amigos a casa y no tenía nada en la nevera. Cuando deposité mis cervezas sobre la cinta transportadora varios empleados del supermercado me rodearon y con fría educación me las arrebataron ante la mirada compasiva y espantada de los demás clientes. En Nueva York también está prohibido consumir alcohol en la vía pública, lo cual no impide que los vagabundos se emborrachen en la calle y los ejecutivos se tomen una cervecita mientras esperan el metro. Unos y otros esconden sus bebidas en bolsas de papel de estraza, que se llevan al rostro periódicamente. En algunos estados no puede venderse alcohol a los menores de 21 años, de modo que un policía de paisano y aspecto juvenil que quiera acudir a una cena con una botella de buen vino tiene que presentar su permiso de conducir a la cajera del supermercado si quiere comprar el Rioja.

Ninguna de estas medidas restrictivas ha conseguido que el abuso del alcohol deje de ser un grave problema social en Estados Unidos. Rara es la familia que, como la del actual presidente, no tiene un ex alcohólico entre sus miembros; y los jóvenes siguen bebiendo compulsivamente hasta perder el conocimiento en las salvajes fiestas que celebran en las residencias universitarias. En Inglaterra, a partir de no recuerdo qué hora, está prohibido comprar alcohol. Así que cuando suena la campanita que anuncia la última ronda los clientes aprovechan para pedir tres o cuatro pintas más, que tragan como inodoros antes de salir. Es sabido que de todos los borrachos extranjeros, los anglosajones, es decir, los ciudadanos de países con restricciones al consumo de alcohol, son quienes ofrecen los espectáculos más agresivos y lamentables cuando aterrizan en países sin un control tan riguroso.

El alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, quiere aprobar normas que impidan consumir alcohol en la calle, porque el Tribunal Superior de Andalucía le ha obligado a garantizar el descanso de los vecinos del Arenal, el barrio sevillano donde se celebra la llamada movida juvenil. Si la medida se promulga y se cumple, los vecinos del Arenal podrán dormir tranquilos, lo cual no es poco. Los muchachos se irán a otro sitio y el verdadero problema quedará sin resolver. Los ruidos y los orines de los chicos que salen de marcha no se producen porque el Ayuntamiento permita beber alcohol en la calle. Se trata, como señala la propia sentencia, de un problema de educación, cultura, solidaridad y civismo. Pero conviene no dramatizar: la juventud siempre ha resultado ruidosa y gamberra a ojos de sus mayores. Somos precisamente los adultos, y no los jóvenes, quienes tenemos pendiente una incómoda reflexión sobre el desastre de la enseñanza pública y sobre nuestra flagrante dejación de funciones en la educación de los propios hijos.

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