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LA CRÓNICA
Columna
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Dramático

Al final de la calle de la Princesa de Barcelona hay un busto de Santiago Rusiñol, y muy cerca, delante de un pub, está el Espai Escènic Joan Brossa, un lugar tan pequeño que ni siquiera merece la categoría de teatro. Allí, hasta el 10 de marzo, se representa Dramàtic, de Albert Mestres, dirigido por Joan Castells y, como protagonistas, Dora Santacreu, Carme Sansa y Mireia Chalamanch. La obra dura poco más de una hora y es un viaje a través del dolor, femenino según la publicidad, aunque puede que humano fuera un adjetivo más justo.

La escenografía es austera, no se sabe si por voluntad o necesidad. Antes de empezar, no suena el habitual aviso que insta al respetable a apagar los móviles, sino que el encargado de la sala lo pide de viva voz, y se convierte así en sujeto brossiano. Lástima que, debido a la nula insonorización del local, no pueda evitar que los ruidos de la calle interfieran en la obra. El título no engaña. Se trata, en efecto, de una trenza dramática formada por tres ramales que, pese a las apariencias, podrían pertenecer a la misma vida: la de una mujer deprimida, víctima de abusos, abandonada por un hombre que le roba la juventud, un hijo y la autoestima. O, si se hace otra lectura, la historia de tres vidas marcadas por la aflicción.

Hay quien utiliza la comedia para contar historias tristes. Mestres recurre a la tragedia para azotarnos con el látigo de una ironía poética

Contado así puede parecer un pestiño, pero no lo es porque, a medida que va chorreando su trágico contenido, el texto destila un humor marcado de estribillos que se repiten a modo de oleaje verbal y que le dan consistencia y credibilidad. Bofetadas y caricias se combinan sin que uno sepa qué vendrá a continuación.

Como todas las obras que intentan salirse de lo previsible, a uno le asalta la extraña sensación de que algo se le está escapando. Eso, no lo duden, es cosa de Albert Mestres, poeta, traductor, novelista, ideólogo de óperas y dramaturgo, con un libro (Dramàtic i altres peces, Edicions 62) recién salido del horno. Entre las variadas buenas obras de su biografía está el haberme soportado durante mucho tiempo. Corría la década de 1970. Su casa era un oasis de tolerancia al que nos acercábamos a tocar la guitarra, escuchar música, enamorarnos y, sobre todo, empaparnos del indiscreto encanto de la cultura menos convencional y más libre.

El cuarto de Mestres era un espacio fumador repleto de libros de poemas. Cuando algunos todavía coleccionábamos cromos de futbolistas o andábamos cantando las canciones de Sisa en la escalinata de la plaza del Rei, él leía a Esenin y Maiakovski, a Homero, a Joyce o recomendaba a sus descreídos amigos las obras de Brossa, los cuadros de Tàpies o los discos de Xenakis. Íbamos juntos al cine hasta perder la vista en sesiones dobles de locales que ya no existen (Adriano, Abc, Spring, Texas...) y, en tiempos de dogmatismo, Mestres no tenía reparos en proclamar que le gustaban indistintamente Ingmar Bergman y Jerry Lewis, los hermanos Taviani y John Sturges, François Truffaut y Luis Buñuel. Yo, para provocarle, le decía que me encantaba Fernando Esteso, lo cual era cierto, pero eso, lejos de sacarle de sus cultísimas casillas, sólo le arrancaba una enigmática sonrisa.

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Les cuento eso no para aburrirles con una de mis batallitas, sino porque fue en casa de Mestres donde oí hablar bien por primera vez de Joan Brossa y de Rusiñol y porque no me di cuenta de ello hasta el otro día, cuando acudí a ver su intenso y recomendable Dramàtic. Y porque, una vez allí, después de pagar la entrada y sentarme en una inestable silla de diseño pop, observé que de las tres actrices en escena, dos aparecen en el pasado de Mestres. Creo recordar que en su lejanísima época de profesora, Carme Sansa lo tuvo como alumno. Y a Dora Santacreu le tocó recibir en su piso de la calle de Urgell a los amigos de su hija, otra de las habituales del círculo de Mestres. ¿Quién le iba a decir a la Santacreu que uno de aquellos melenudos de rebeldía introspectiva acabaría escribiendo este potente tren narrativo que comunica las estaciones del dolor y el abandono?

Hay quien utiliza la comedia para contar historias tristes. Mestres recurre a la tragedia para azotarnos con el látigo de una ironía poética. La contundencia de algunos de sus textos sigue produciéndome la extraña sensación de que algo se me está escapando, pero sospecho que eso es lo que él anda buscando desde su impasibilidad de jefe indio vacilando al rostro pálido vendedor de agua de fuego. Cuando crees que te has perdido, entonces, zas, Mestres va y te tiende la mano de una oralidad asequible, plagada de vull dir que huelen a coña, percusión de un texto que, gracias a su oído, consigue ser verosímil sin renunciar a un nivel altísimo de exigencia literaria.

Al terminar la función, aplaudo, igual que todos, y pienso que el local es demasiado pequeño y que, en el techo, hay una chimenea con forma de sombrero de copa por la que el fantasma de Brossa convierte el éxito en naipes y los naipes en polvo que cruza la calle hasta ser esnifado por el busto, de una seriedad casi sicodélica, de Santiago Rusiñol, rey de bastos, copas, espadas, pero nunca de oros. No hace falta entenderlo todo para disfrutar de una obra, descubro. Mestres me lo decía hace 20 años y ahora, después de tanto tiempo, resulta que tenía razón.

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