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Columna
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Tomate

A mediados de los años sesenta se produjo una gran novedad en el vientre de la destartalada escuela Don Antonio Rueda y Sánchez Malo de Quatretonda. El nuevo maestro, don Vicente, que tenía una cicatriz roja en la frente y una Lambreta con una cenefa del mismo color, nos dijo que ese curso ya no estudiaríamos la enciclopedia Álvarez, el libro único que hasta entonces habíamos conocido en la modalidad de El Parvulito, el Primer Grado y el Segundo Grado, y que constituía nuestro universo de nociones sesgadas por la dictadura. En poco tiempo llegaron los libros de texto causando un gran impacto por su diversidad y su vistosidad, lo que nos puso el fósforo incandescente. En uno de esos días el maestro indicó que abriésemos el libro de Lenguaje por una página determinada y nos hizo leer un texto sobre un hombre que iba por los caminos con la garganta seca buscando un tomate, con tanta ansia que estaba dispuesto a pagar hasta un duro por él, en un tiempo en que la peseta valía un dineral. Ese texto me transfirió enseguida toda la angustia del caminante y me situó en su ámbito de sensaciones. Nunca hasta ese momento había leído nada que me levantara tanto la tapa de los sentidos y me diera a entender que la literatura era mucho más que la sarta romancera mecánica ('Abenámar, Abenámar, / moro de la morería, / el día en que tú naciste / grandes señales había...'), los relatos aleccionadores de Juan Eugenio Hartzenbusch y de Samaniego, o la rimbombancia egregia y plasta de José María Pemán. Lo que estábamos leyendo en aquel manual no estaba al servicio de nada, producía placer y entretenía. Era un extracto del libro Viaje a la Alcarria, de un escritor que se llamaba Camilo José Cela, aunque nosotros, acostumbrados a un solo nombre, lo dejamos enseguida en Camilo Cela. El modo de describir aquel territorio alto y raso, de abejas y conejos, era tan delicioso como ese tomate planteado casi como una meta espiritual. El paisaje, aunque yo aún no lo sabía, había dejado de ser ideología para convertirse en un personaje. Fue el descubrimiento de un nuevo mundo, a través de un tomate, que debo a ese autor orejudo y de papada precipitada que acaba de morir.

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