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Columna
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Canica

POR MÁS que la muerte hubiera agitado su siniestro estandarte ante sus ojos, la pequeña no parecía prestarle la menor atención. La Muerte empezó a hacerle señas a través de su prima Gwendolyne Appeltree, de ocho años, que lo tenía todo: en primer lugar, era un año mayor, pero, por si fuera poco, era encima la única niña -y la menor- de una abundante tropa de hermanos, y, sobre todo, padecía una misteriosa enfermedad, llamada diabetes, cuyas crisis periódicas la convertían en el permanente centro de interés de los adultos.

Ninguno de los percances y sufrimientos que progresivamente asediaban a la cada vez más débil Gwendolyne dejaban de ser vistos por su resentida prima un año menor sino como ostentosos y envidiables privilegios. En realidad, ni siquiera cuando la Muerte se presentó de cara y se apoderó de Gwendolyne, ya blanca e inerte, la pequeña se percató de que se le arrebataba el objeto de su fascinación, salvo, quizá, sólo un instante, en el momento en que esos dos señores de negro hicieron desaparecer el precioso ataúd blanco de su prima en el cementerio, dejándola así, tan completamente sola, para siempre.

La Muerte, por tanto, había hecho su trabajo, sin prisas, a conciencia, y era evidente que la pequeña apenas si se había dado por enterada. No obstante, cierto día, unos meses después, la pequeña recordó con agrado la existencia de una cesta con canicas nuevas de cerámica, pintadas con vívidos colores, entre las que había una, en particular, toscamente barnizada de un rosa brillante, como de loza, cuya belleza la había hecho llorar.

Tal recuerdo impulsó a la pequeña a revolver el armario donde atesoraba sus antiguas pertenencias hasta que, por fin, encontró la cesta. Miró entonces en su interior y ocurrió lo irreparable, según nos lo describe Elisabeth Bishop (1911-1979), la autora del cuento titulado Gwendolyne, publicado con otros en Una locura cotidiana (Lumen): que las canicas 'estaban cubiertas de polvo y suciedad, mezcladas con clavos, pedazos de cuerda, telarañas y castañas de Indias resecas y cubiertas de un moho azulado, y además habían perdido el brillo'.

Peor: la hermosa canica rosa también estaba allí, pero, tan sucia, que no había forma de reconocerla. Una terrible congoja se apoderó entonces tan violentamente de la pequeña que rompió a gritar, entre incontenibles sollozos, sin saber por qué. Bueno; años después, atando los cabos de los recuerdos, la que ya era una completa mujer comprendió que aquel llanto de su infancia se había producido al comprobar que la Muerte también sabía jugar a las canicas.

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