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La Universidad española y el factor 1/2

El factor 1/2 consiste en, por ejemplo, producir el doble de electricidad con la misma capacidad instalada o viajar a Sevilla pagando lo mismo en la mitad de tiempo, y así en muchos otros ámbitos de la vida económica y social. Debido al progreso tecnológico y a las mejoras en los métodos de gestión de recursos, se ha observado a menudo que un factor parecido, e incluso mayor, ha podido darse en un corto periodo de tiempo. De los dos ejemplos que he puesto, el primero parece muy difícil de conseguir a corto y medio plazo, pero el segundo es una realidad desde hace ya varios años gracias al AVE. Hablamos sencillamente de productividad. En lo que se refiere a la Universidad española, cuya productividad está directamente cuestionada por el título que he dado a este artículo, conviene detenerse en algunos aspectos antes de desvelar la fórmula que propongo para resolver algunos de sus males.

La LRU trajo la autonomía universitaria en un tiempo en que todo el mundo quería autonomía, aunque no supiera muy bien para qué. Entre la autonomía mal aplicada y la masificación, la universidad ha encontrado caminos que la han llevado a un túnel de estrecha salida. La autonomía ha permitido que agentes internos sin suficientes referencias ni controles externos sobre sus decisiones multiplicaran el número de asignaturas, instauraran la endogamia en la selección del profesorado, consiguiesen crear universidades y departamentos a voluntad y otras proezas por el estilo. La gestión de la universidad en la actualidad es asamblearia, método que ni las ONG aplican ya. Es como si a Bill Gates lo tuvieran que reelegir cada cuatro años por sufragio representativo entre todos sus empleados, aunque la universidad no es enteramente una empresa privada. La masificación, por otra parte, ha disparado las tasas de fracaso estudiantil, forzado la rebaja de la exigencia académica e impulsado la oferta de asignaturas espurias. Bajo el lema 'universidad para todos' se confunde masificación con igualdad de oportunidades. Nada más dispar. La universidad debe ser accesible para todo aquel que esté dispuesto a rendir, esforzarse y, si es preciso, sufrir en el proceso de adquisición de conocimientos, independientemente de su cuna, sus apellidos o la fortuna de sus padres. Pero para nadie más, pues los recursos son escasos y la exigencia de productividad ineludible. Ésta es la genuina igualdad de oportunidades, mientras que la interpretación populista del lema 'universidad para todos', aunque no hagan casi nada, es simplemente despilfarro de oportunidades. Tenemos, si me apuran, la obligación moral de evitar esta situación, aunque no guste a algunos el que así se haga. Tampoco gusta a los conductores de Madrid, por ejemplo, que les pongan límites y su alcalde no hace otra cosa en todo el año.

La selección del profesorado, por hablar de otro signo mayor de la constelación universitaria, ha conseguido que ante cada convocatoria se postulen los candidatos justos, ni más ni menos. Lo cual, si el mercado lo consiguiese para los diferentes bienes y servicios, sería la maravilla de las maravillas. Los candidatos potenciales no se postulan porque saben que no es 'su plaza', facilitando con su actitud la tarea de los tribunales. Semejante masoquismo ha generado una semántica abominable en la que los amigos preguntan ¿cuándo sale 'tu plaza'? y todos nos quedamos tan contentos, como si fuera tal estilo de hablar lo más natural del mundo. No me extraña este comportamiento, pues algunos alumnos a los que califico con un cinco (sobre diez) me preguntan por qué les he quitado cinco puntos, como si nada más matricularse tuvieran ya garantizado el diez. Es decir, muchos, en la Universidad española, toman por dados determinados resultados y nadie parece molestarse en desmentirlos.

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Los planes de estudio se reformaron a principios de la década pasada, unos años después de estrenada la autonomía universitaria. También pasó de cinco a cuatro años la duración de la licenciatura. El resultado fue tan desastroso que ni los estudiantes se quejaron, abrumados por el peso de las nuevas asignaturas. La inflación de las mismas fue tan brutal que de cinco o seis asignaturas de base anual se pasó a doce o catorce asignaturas muchas de ellas de base anual, aunque desarrolladas en un semestre, y el resto de base semestral. La mochila de los repetidores empezó a cargarse de tal manera que los que perpetraron la reforma sintieron lástima y recientemente hemos vuelto a los cinco años y se ha instaurado algo de racionalidad en los planes de estudio. Este proceso refleja primorosamente el desmesurado poder que tienen algunos agentes en la Universidad española actual y lo pésimamente que lo ejercen. No lo merecen.

Las presiones políticas locales han fructificado de maravilla en el campo abonado de la autonomía universitaria. Es muy fácil prometer una nueva universidad en una campaña electoral autonómica. Desgraciadamente, también es muy fácil cumplir ese tipo de promesas. Así, hemos visto con orgullo patriótico cómo surgían universidades y facultades nuevas por doquier permitiendo que los estudiantes se desplacen desde casa de sus padres hasta la universidad en autobús urbano. Por lo visto necesitábamos todavía más factores de inmovilidad en la población activa española y pareció que éste era el medio ideal para conseguirlos. Se me dirá que todo el mundo tiene derecho a ir a la universidad sin desplazarse a vivir a otra ciudad requiriendo medios que no tiene. Diré, en respuesta, que si a la Universidad española fuesen solamente los buenos estudiantes, ricos o pobres, sobraría dinero para becar a los que no tuviesen recursos para su movilidad y subsistencia más que holgadamente. Ésta es la universidad para todos que yo entiendo.

Sin duda, hay instancias de excelencia en la Universidad española. Tan pocas, que son demasiado conocidas como para que las cite aquí. Es más, el mero hecho de pensar en las dificultades a las que se enfrentan quienes quieren hacer las cosas bien, sean autoridades académicas, profesores, estudiantes o personal no docente, le pone a uno todavía más nervioso. Por eso es urgente la reforma de la universidad en todas sus instancias. De otra manera no aumentará su productividad ni dejaremos de despilfarrar recursos necesarios en otros campos de la actuación social. Inmediatamente surge la cuestión de si la LOU resolverá estos problemas, pero no quiero analizar esta ley ahora. Creo que resolverá algunos de los problemas mencionados en alguna medida, como es el caso de la endogamia gracias a las habilitaciones. Me sitúo moderadamente a favor antes que en contra de la LOU, pero no creo que resuelva los males fundamentales que he mencionado porque no va lo suficientemente lejos. Lamentablemente, en el proceso de debate de la misma, se ha quemado mucha pólvora apuntando bajo. El debate ha sido agrio, doctrinario y personalizado. Han brillado por su ausencia la firmeza y la cordialidad. No hemos aprendido nada y algunos hemos sufrido viendo a rectores al frente de manifestaciones estudiantiles. No se confunda el rector (quiero decir el lector), no se sufre necesariamente por ver una manifestación estudiantil, ni por escuchar las manifestaciones de los rectores, se sufre por ver a algunos rectores encabezando dichas manifestaciones.

Me gustaría que la LOU contuviese una cláusula del tipo 'factor 1/2', es decir, que el número de estudiantes, asignaturas, profesores, departamentos y facultades en la Universidad española se redujese a la mitad. Te aseguro, amigo lector, que la productividad de la Universidad española se duplicaría sin haber quemado más pólvora que la que se ha malgastado en el debate de la LOU hasta el presente.

José A. Herce San Miguel es profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid y director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada.

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