'Variétés' sacras
Hacía cuatro años que el Golden Gate Quartet no actuaba en Madrid. En ese tiempo, el grupo ha sufrido la baja importante del veterano Orlandus Wilson, hasta entonces director honorífico del cuarteto vocal, pero da la sensación de que, aunque se desplome el cielo y se abra la tierra bajo sus pies, el Golden Gate Quartet permanecerá, impertérrito, entonando sus historias bíblicas, estándares jazzísticos y, en sentido amplio, evergreens de raíz afroamericana. Y esa suerte de variétés sacras ofreció también en el Palacio de Congresos en su primer concierto del nuevo milenio en la capital.
Quizá por influencia del escenario o quizá por influencia del cambio de siglo, se vio a un cuarteto más reservado y protocolario que en ocasiones precedentes, y eso que arrancó con la corriente a favor, río abajo (Down by the riverside), para plantarse ante sus queridas murallas de Jericó y echarle una mano en la batalla a Joshua (Joshua fit the battle of Jericho). Las voces siguieron empastando con precisión solidaria en Jezabel, uno de los temas emblemáticos del grupo, pero poco a poco fueron perdiendo concentración. Así, On the sunny side of the street sonó a relato sumario y trivial de una excursión dominguera, y Sweet Georgia Brown a ejercicio rítmico algo forzado. El segundo tenor, Clyde Wright, se coronó de afectación empalagosa en Sometimes I feel like a motherless child, y Mack the knife pareció más una canción de guardería infantil que un afilado retrato adulto.
The Golden Gate Quartet
Paul Brembly, Frank Davis, Clyde Wright, Terry Francis (voz), Joel Rose (bajo), Daniel Pines (piano) y Pascal Raou (batería). Palacio de Congresos. Madrid. 12 de enero.
Hubo breves subidas de adrenalina en When the saints go marching in y en un par de nostálgicas miradas a los años, casi heroicos, en los que el grupo se acompañaba únicamente de una guitarra y cantaba en torno a un solo micrófono.
Pero al final todo quedó un poco desangelado, lo que en una formación de carácter sacro, tan antigua que participó en la ceremonia de investidura del presidente Roosevelt, se antojó un pecado doblemente mortal, casi tan grave como el nada misericordioso precio de las entradas.
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