Las guerras no declaradas
Al hablar de los acontecimientos del 11-S se menciona siempre el derrumbamiento de las Torres Gemelas, pero se suele olvidar que se produjo también un ataque al Pentágono y otro frustrado a la Casa Blanca. Es decir, que fue aquél un acto en toda regla de hostilidad bélica, en el que se obvió el principio formal de la declaración de guerra. Desde este punto de vista, el hecho no sólo no es nuevo, sino que constituye una práctica que viene siendo habitual en muchos puntos del planeta, aunque en este caso la expresión de esa práctica fuera -eso, sí- monstruosa. Pero el hecho es ya conocido desde hace muchos años: un colectivo, un grupo armado, una etnia, hacen la guerra a un Estado sin que exista una previa declaración de hostilidades.
El hecho merece ser analizado, pues constituye en sí mismo un retroceso de varios siglos en el proceso de la civilización. Desde que en el siglo XVI Francisco de Vitoria formuló su teoría de la 'guerra justa', la declaración de guerra venía siendo un principio formal claramente establecido. La guerra debía declararse por quien tenía autoridad reconocida para ello, al mismo tiempo que debía tener una 'causa justa' y hacerse de acuerdo con las convenciones establecidas: ejército debidamente preparado a ese fin, en lugares acotados al efecto para ello y ateniéndose a principios de ética comúnmente aceptados (respeto a la sociedad civil; protección a los colectivos de mujeres, niños y ancianos, que debían permanecer al margen; trato justo a los prisioneros, etcétera). En todo ello, la prioritaria función del Estado resultaba esencial, pues es quien, de acuerdo con las convecciones internacionales, tenía autoridad para ello. Ahora, al desaparecer el principio formal de la declaración, desaparecen también el resto de los requisitos: el protagonismo del ejército, la acotación de zonas ajenas al conflicto (sociedad civil) y de respeto a los colectivos tradicionalmente excluidos de la confrontación (un atentado que se produce de modo indiscriminado en un centro urbano puede afectar a niños y ancianos, sin que ello suponga el menor escrúpulo). Ahora, un colectivo que se siente injustamente postergado considera que puede hacer la guerra por todos los medios a su alcance y sin respeto a normas que ya en el siglo XVI se daban por bien establecidas. El retroceso civilizatorio es palmario y resulta tan preocupante que es perentorio analizar el fenómeno en toda su profundidad.
La causa última del mismo puede resumirse en una sola frase: estamos ante el fin de la modernidad que puso las bases de su existencia con los principios ilustrados (autonomía de la razón, protagonismo del Estado, principios racionalizadores de la convivencia). El hecho es que hoy la razón es múltiple y plural, el principio del Estado nacional en la articulación de las relaciones internacionales está desapareciendo y los principios racionalizadores de la convivencia se han puesto en entredicho. Todo ello como consecuencia de un fenómeno nuevo al que se suele aludir con el nombre de 'globalización', pero que ha introducido variables hasta ahora desconocidas en las relaciones internacionales y en la terminología que a las mismas se suele aplicar. Se afirma en general que el terrorismo se ha 'globalizado' también y se llama terrorista a todos los colectivos que practican ese género de violencia, sin atender a matices ni distingos, metiéndolos a todos dentro del mismo saco, cuando en realidad las diferencias entre unos y otros terrorismos son muy considerables. Es necesario, pues, hacer un análisis de la situación y extraer las conclusiones pertinentes que permitan afrontar el actual problema de violencia en el mundo con mayor finura de la que hasta ahora se ha empleado.
El punto de partida de toda esta reflexión debe ser el que se produjo como consecuencia de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. La más espectacular de dichas consecuencias fue el proceso conocido como glásnost y perestroika, que condujo al hundimiento de la Unión Soviética como potencia mundial y, en definitiva, la ruptura de la bipolaridad y del equilibrio internacional producido por la misma sobre la base de la 'satelización'. Se pensó entonces que aquello podría dar lugar a una era de paz mantenida sobre un Nuevo Orden Internacional, que tendría como primera medida la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU y el protagonismo de los organismos que constituyen el sistema de las Naciones Unidas. La realidad, desgraciadamente, fue por otro lado. Los Estados Unidos, terminada la 'guerra fría', consideraron que habían salido victoriosos de la contienda y se arrogaban unilateralmente la hegemonía mundial: dejaron de pagar su cuota a la ONU, se negaron a firmar el Acuerdo de Kioto para la defensa del equilibrio ecológico del planeta, rehuyeron la ratificación del Tratado Penal Internacional, apoyaron indiscriminadamente a Israel frente a los intereses palestinos, y todo ello condujo a los agravios y desequilibrios correspondientes, consecuencia a su vez del ejercicio omnímodo del poder en todo el planeta.
El resultado está a la vista: un mundo donde imperan los conflictos bélicos locales y donde la violencia está a la orden del día, se mire hacia donde se mire. Si se busca de nuevo la paz -y ello parece un objetivo irrenunciable en el siglo XXI-, las soluciones hay que buscarlas en una dirección muy opuesta a la que se está imponiendo: una ética que imponga la justicia en el mundo mediante una defensa a ultranza de la vida y de los valores que redundan en su beneficio. Hay que detectar las causas que conducen a la guerra, y entre ellas todas las que provocan el aumento del odio en el mundo. Si se trabaja en esa dirección estaremos dando una solución a algunos de los graves problemas planteados por la 'globalización'. Como sabemos, ésta ha venido impuesta por un capitalismo financiero que se aprovecha de los avances tecnológicos de la comunicación para incentivar los del capital a favor de las multinacionales y de la economía global para provocar dos males de gravísimas consecuencias: la exclusión social de grandes zonas de la población y las brutales desigualdades entre países pobres y países ricos. Es bien sabido que precisamente las desigualdades económicas son algunas de las mayores causas de guerras y conflictos armados. Es en este punto en el que había que profundizar para encontrar vías de solución a los conflictos con el mundo islámico. Está bien que se responda con contundencia a los talibanes, pero, una vez hecho eso, es fundamental encontrar vías de análisis y de diálogo que consigan detectar las causas que han originado el surgimiento de una aberración tan brutal. Una vez derrotada la opción talibán hay que pasar al diálogo y a la cooperación solidaria, pues si la 'globalización' no se busca a través de la solidaridad, volveremos a encontramos con situaciones similares a las ya vividas o la que tenemos en el enfrentamiento insalvable entre israelitas y palestinos. El empeñarse ahora en localizar y detener a Bin Laden me parece un juego que roza lo infantil. Si se detiene a Bin Laden, y no se atacan las causas que han generado una personalidad tan siniestra, volverán a surgir otros Bin Laden. Ésta es la línea en la que hay que trabajar sin descanso: una 'globalización' -por lo demás, ya irreversible- que no conduzca a la exclusión social y al crecimiento de la distancia abismal entre países ricos y países pobres. Es ahí donde está también el origen de tantos terrorismos; de aquí la necesidad de distinguir unos de otros, analizando sus causas y buscando el remedio apropiado a cada uno de ellos, sin medirlos a todos por el mismo rasero. Está bien que se busque la cooperación, pero la Unión Europa, cuando apoya a EE UU, debe entender que ésta no puede reducirse a un seguidismo incondicional, sino a la búsqueda de soluciones que conduzcan a un mundo orientado a la paz y al equilibrio, a la solidaridad y al entendimiento, nunca al enfrentamiento indiscriminado y maniqueo entre buenos y malos. Y, en este sentido, hay que volver a hablar de nuevo orden internacional, dentro del cual EE UU tendría, sin duda, muy relevante papel, pero sin remitirse nunca más al espléndido aislamiento en que ha vivido hasta hace poco, y de cuyas consecuencias ya ha sido, desgraciadamente, víctima flagrante.
José Luis Abellán es presidente del Ateneo de Madrid.
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