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LA CRÓNICA
Columna
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El hombre que sabía demasiado... poco

Jacinto Antón

No me cae bien Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Es cierto que como nazi le prefiero a Kaltenbrunner, el brutal jefe de la Gestapo. También es verdad que hasta una víbora de Gabón resulta más simpática que Kaltenbrunner. Con Speer es más fácil identificarse porque no tenía cicatrices en la cara, era de buena familia, bien parecido, inteligente, culto, sensible, practicaba el remo, fue amigo del estupendo piloto de caza Adolf Galland y escribió una vez: 'No tengo madera de héroe'.

Pero yo le tengo por un gran mentiroso que disfrazó su culpa real con una beatería y una ingenuidad virginal repugnantes. Sencillamente, no soporto que tratara de hacernos creer -y de hecho lo lograra ante el Tribunal de Nurenberg, nada menos, lo que le evitó la horca, al contrario que Saukel, seguramente tan culpable como él- que no sabía lo que estaba pasando con los judíos, que Hitler, en su amor por él le 'blindó' para que no se corrompiera. Esa falsa imagen de 'nazi bueno', de mirlo blanco entre cuervos me resulta vomitiva. Durante un tiempo, y en el curso de sus altas responsabilidades en el Gobierno nazi, Speer incluso fue responsable del sistema ferroviario en el Este. ¿Adónde pensaba que se dirigían todos esos trenes cargados de judíos en el año 42? ¿De colonias, de vacaciones?

Albert Speer, el arquitecto de Hitler, fue seducido por el mal. Anteayer se presentó en Barcelona la reedición de sus 'Memorias'

La historiadora Gitta Sereny ha demostrado en su colosal y demoledor libro Albert Speer: su lucha con la verdad (Javier Vergara Editor, 1996), seguramente una de las mejores biografías y el más profundo análisis de un hombre seducido por el mal que se haya hecho jamás -un libro de historia imprescindible, más incluso que las Memorias del arquitecto nazi que ha reeditado El Acantilado-, hasta qué punto Speer mintió. Sereny necesita 750 páginas, una investigación de rigor excepcional y una larga relación con el viejo arquitecto, al que entrevistó en numerosas ocasiones, pero al final obtiene la terrible confesión que no se logró en Nuremberg: Speer reconoce que 'sentía que a los judíos estaban sucediéndoles cosas terribles' y su 'tácita aceptación de la persecución y el asesinato de millones de judíos'.

No se crea que Speer se rindió ante Sereny porque le abrumara la conciencia, qué va. La pequeña y aparentemente inofensiva historiadora húngara lo fue acorralando implacablemente -tenía buena práctica, lo había hecho antes con Franz Stangl, el comandante de Treblinka (Into that darkness, 1983) y luego casi llegó a las manos con el revisionista David Irving-. Probó que Speer estuvo presente en un discurso de Himmler en Posen el 6 de octubre de 1943 en el que el pinturero jefe de las SS fue muy franco al hablar de la Solución Final. Speer reconocía haber estado allí, pero sostenía que se había marchado, mira tú que casualidad, un pelín antes de que hablara Himmler. Lo que se contradice con el hecho de que Himmler se dirigió en su discurso directamente a Speer...

En fin, después de lo de si sabía o no sabía lo del Holocausto -y dejando de lado su muerte de un infarto en una habitación de hotel en Londres en 1981 en brazos de una jovencita, lo que contrasta con sus mogijatas críticas a Bormann en las Memorias por ligarse a las secretarias-, lo más interesante de Speer es su malhada amistad con Hitler, pues ¿quién no se ha equivocado a la hora de elegir amigos? Más allá de los flecos psicoanáliticos y de erotismo sublimado de la relación -es impagable la escena (recogida también en las Memorias) en la que el führer le deja su chaqueta con insignia del máximo rango al joven arquitecto, nuevo favorito, lo que despierta los celos de los altos jerarcas nazis-, hay una pregunta fundamental: ¿nos habría seducido a nosotros Hitler? Yo, por ejemplo creo que no le hubiera interesado, pues desde el punto de vista fáustico tengo poco que ofrecer y soy incapaz de duplicar la producción de armamento, ni que me empeñe. Pero sin duda el selecto grupo que se congregó el pasado jueves en el CCCB para la presentación y debate, precisamente, de las Memorias de Speer, le habría parecido un excelente objetivo.

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Había, sin ir más lejos, otro arquitecto, Óscar Tusquets. Dios nos libre de identificar a causa de Speer arquitectura con nazismo: todos tenemos una oveja negra y con esvástica en el oficio y la de la prensa es peor pues Goebbels era ladino y rijoso. Tusquets destacó que Speer no fue un gran arquitecto pero que por eso mismo triunfó en un momento en que lo que tiraba era 'un neoclasicismo ñoño'. Evocó casi cinematográficamente cuatro grandes momentos de las Memorias y consiguió materializarlos para la nutrida audiencia: cuando Speer descubre que los edificios del Reich de los mil años llegarán a ser ruinas; su construcción de una 'catedral de luz' con reflectores antiaéreos para el congreso del partido en Nuremberg en 1934 -Tusquets apuntó que a causa del precedente nazi se ha visto con malos ojos el proyecto de recrear las Torres Gemelas con luz; él se declaró partidario de reconstruirlas exactamente, pero vacías por dentro-; la visita de Hitler a las maquetas del Gran Berlín, con el führer de rodillas asomándose a la inmensa avenida para visualizar la perspectiva, y la fulgurante expedición a París ('Hitler no tenía más posibilidad de visitar París que conquistándola'). También estuvieron en torno a las Memorias dos representantes de otro colectivo con ilustre miembro -Heidegger- seducido por Hitler: los filósofos Eugenio Trías y Félix de Azúa. Para el segundo, Speer es la 'contrafigura' de Hitler. 'Hitler por sí solo era ineficaz, necesitaba al técnico, y ése es Speer, un hombre que jamás se plantea la responsabilidad moral de lo que hace y ve el trabajo esclavo como una cuestión de productividad'. Eugenio Trías fue más al núcleo íntimo del affaire Speer: 'El tirano es el que no puede tener amigos, pero en su soledad, Hitler generó un alter ego en el que proyectó sus anhelos, ambiciones y protofantasías: Speer'.

Speer, el hombre que entregó su alma a Hitler y creyó que podría pasar de puntillas por el infierno.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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