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El exilio es el reino

Napoleón subió al Volterraio y, al contemplar las exiguas distancias de la isla de Elba, exclamó: '¡Diablo! Hay que reconocerlo. ¡Qué pequeña es mi isla!'. En este episodio de N., la hermosa novela que Ernesto Ferrero dedica al exilio del emperador, Martino Acquabona relata su decepción por la conducta del destronado. Al insignificante cronista, le entristece la incapacidad del monarca para apreciar la ternura del día apoderándose de un paisaje accesible; la cautela de la sombra al retirarse sobre el espacio abreviado; la espesura concreta y domesticada de la vegetación. La mirada del emperador se ha adiestrado en las grandes batallas, en la atmósfera inabarcable, en la abstracción de los mapas y las cifras unánimes. Para Acquabona, se trata sólo de un error de perspectiva. El verdadero exilio era Francia, era la exuberante Europa, el continente inagotable, la miniatura infinita de los jardines de Versalles y la Tierra, yaciendo a solas, deseada y poseída hasta la brusquedad del horizonte.

'El exilio es siempre una maqueta, un mapa a escala de nuestra memoria'

Chateaubriand recuerda, en sus Memorias de ultratumba, la llegada de Luis XVIII, anciano y enfermo, a París. El viejo rey hubo de atravesar la línea de soldados bonapartistas que lo observaban con el rencor mordiéndoles los labios, vencedor de su propio pueblo, protegido por tropas rendidas en todos los idiomas a Napoleón. En cambio, el emperador desembarcó en su pequeño reino como quien se refugia en un recuerdo. A fin de cuentas, el exilio es siempre una maqueta, un mapa a escala de nuestra memoria. En la isla de Elba, Napoleón había de experimentar esa forma de exilio que es envejecer.

'Ceniza en la manga de un viejo es lo que dejan al arder las rosas'. En dos versos, Eliot sellaba el aliento sepulcral de la edad tardía. La fragilidad del polvo, los rastros quemados de las esperanzas, las pavesas de los combates saqueados por el tiempo. En su frenética actividad en la isla de Elba, el Napoleón de Ferrero parece querer detener el paso de los días. Su horario infatigable se arroja sobre aquella pequeña geografía, sin descanso, despiadadamente, con la urgencia egoísta de un moribundo, hasta que el crepúsculo protege a sus habitantes extenuados. Es la prisa fanática del desterrado, su vehemencia absurda al contemplarse desde la mirada del erudito Acquabona, que en la lectura de los relatos de guerra ha aprendido a medir la efímera destreza de los héroes y a repudiar la gloria edificada sobre los cadáveres, la inmortalidad erguida sobre la muerte.

Desde el silencio aromático de la biblioteca imperial, ordenando los casi doscientos volúmenes de la colección del Moniteur, los tomos de Plutarco, de César y de Ovidio, Acquabona observa el minúsculo ajetreo del exiliado, voraz y previsor como el de una hormiga pertrechándose para el invierno. Napoleón da órdenes para hacer más higiénicas las costumbres de los recelosos isleños, trata de inocular el progreso en una existencia adherida a los hábitos, desea impresionar a sus captores. Evidentemente, Bonaparte sólo ve su exilio como un expediente provisional. En realidad, no ha conocido la lección de humildad de la derrota, sino la humillación de las circunstancias y la impunidad del orgullo. No cree haber sido víctima de los hombres, sino de un error del destino.

Los desterrados definitivos tienen otra conducta. Porque saben, en el fondo, que su suerte está echada, que su causa yace en los escombros de la historia. El recuerdo es el recinto de su cautiverio y, al mismo tiempo, el espacio de su libertad. Los exiliados liberales del XIX español paseaban la dignidad de sus vidas harapientas, poniendo anuncios como el que recoge Vicente Llorens en su conmovedor Liberales y románticos: 'El refugiado español Ramón M. Acevedo, catedrático que ha sido de Retórica, Prosodia y Propiedad Latina y Castellana, da lecciones de esta última lengua, por un método sencillo y breve. También da lecciones de violín a precios muy moderados'.

Su estancia era un paréntesis ominoso, por eso eran refugiados. En la larga noche del franquismo, los exiliados fueron adaptándose a la tierra extraña. Su patria fue su causa y, al decir de Cernuda, España sólo un nombre. Poco a poco, la espera tuvo poco que ver con la esperanza y el recuerdo alejó sus escenas del futuro. Por eso, la calma que se adueñó de su carácter pareció adaptarse al ritmo sereno de las estaciones, a la serenidad de un episodio de la naturaleza. A su falta de resentimiento y a su bondadosa dignidad.

De haber sabido su destino, Napoleón habría adoptado, tal vez esa actitud pausada, una paciencia elaborada y tenue, dulcificada por la desesperanza y la aceptación, que hizo entonar a Guido Cavalcanti, quinientos años antes, al referirse a su amada Florencia natal: 'Perch'io non spero di tornar giamai'.

Ferran Gallego es historiador y profesor en la Universidad Autónoma.

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