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Tribuna
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Censores

Como persona que tuvo que padecer, en su día, las atenciones del eufemísticamente denominado 'Servicio de Orientación Bibliográfica' he desarrollado una particular antipatía hacia la censura y sus operarios. La pretensión de determinados sujetos de imponer su propia versión de cualquier asunto por el procedimiento de intimidar o directamente tapar la boca al discrepante en nombre de los principios fundamentales de lo que sea me crispa los nervios, confieso. Probablemente por eso detesto cordialmente la 'corrección política', no sólo porque me parece tendencialmente totalitaria, sino ante todo y sobre todo, porque supone un discurso prohibicionista y penalizador, probablemente porque no esta bien dotado de inteligencia. En cuanto obstativa de la libertad de palabra y limitativa del debate público la censura me parece de una maldad esférica: resulta condenable sea cual sea el punto de vista desde el que se hable.

Viene esto a cuento de la movida que un colectivo valenciano ha desatado: ha puesto el grito en el cielo, y ha pedido la retirada de un manual universitario, porque en él se vierten opiniones que al citado colectivo no agradan y que los miembros del mismo no comparten. Petición acompañada, eso sí, de abundantes calificativos derogatorios, algunos de los cuales (como la imputación de fascista al discrepante) tienen una dimensión intimidante transparente. Es, desde luego, plenamente legítimo que a los miembros de ese colectivo no les agraden las opiniones de otros, especialmente cuando esos otros son profesores universitarios y vierten las suyas en un manual, por la trascendencia que unas opiniones asi comunicadas reciben, cuando protestan de opiniones que entienden contrarias a sus intereses están en su papel. Lógicamente sus opiniones, como las de los demás, serán atendibles cuando y en la medida en que se sustenten en argumentos razonables, es la racionalidad y la razonabilidad de las opiniones lo que les da sustantividad, lo otro es simplemente ruido.

Lo que desde luego no resulta de recibo es combatir los argumentos o descalificaciones de los unos no con argumentos y razones de los otros, sino con la directa pretensión de cerrarle la boca al prójimo. Como el libro de los profesores no nos gusta pedimos a la Universidad que lo retire. La naturaleza censoria de la pretensión es paladina. No se hace lo que correspondería hacer: confrontar las opiniones y si los tirios hacen un libro que dice A los troyanos patrocinamos un contralibro que dice B, y que a la vista de los argumentos y razones de unos y otros el lector decida, no, lo que se hace es demandar a la UNED que suprima un manual porque vierte opiniones, nada irrespetuosas por cierto, si a la prensa hay que hacer caso, que al colectivo en cuestión no le resultan agradables. No se confronta ni se trata de confrontar unas opiniones y otras, se trata de provocar una intervención administrativa que prive de esa voz a algunas de las personas que no piensan como el colectivo en cuestión. Libertad de expresión se llama eso.

El asunto sería de por sí grave si se tratara de un libro común escrito por unos autores también comunes, pero esa gravedad sube en la escala cuando se considera que se trata de un libro escrito por profesores universitarios en el ejercicio de su profesión, y en el que vierten las conclusiones a las que han llegado mediante su formación y/o sus investigaciones, y lo es porque la pretensión censoria afecta no sólo a la libertad de palabra, sino que al tratar de dar de baja el citado manual se esta lanzando un hermoso y directo torpedo a la línea de flotación de la libertad de la ciencia, que a la postre es lo que la libertad de cátedra protege. Albergo serias dudas acerca de si los miembros del colectivo en cuestión son conscientes de ello, pero la no consciencia del torpedo no impide la existencia del mismo.

Uno puede estar de acuerdo o no con las opiniones que los colegas vierten en el libro de marras, y uno no anda muy lejos de la opinión del profesor Paniagua sobre al menos algunos extremos de aquellas, pero lo que no me parece de adecuado es combatir unas opiniones que no se comparten con expresiones derogatorias debajo de la cuales apenas si hay idea alguna. Y, desde luego, lo que resulta por completo inadmisible es la pretensión de acallar al que no piensa como uno simplemente por permitirse el lujo de tener opiniones propias. Que las opiniones que se quieren acallar no sean políticamente correctas es, si me apuran, un virtud adicional: con independencia de su valor de verdad avivan el debate público, que buena falta. Porque de eso, de cerrar el debate público en aras del dominio de unas opiniones determinadas es de lo que se trata en números como éste. Que hay quienes son censores como hacía prosa M. Jourdain: sin saberlo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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