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Columna
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Los que fueron

Creo que ha desaparecido prácticamente el viejo cascarrabias madrileño, antítesis del finchado chulapón y sentencioso vecino, que marchó con él como si hubiera sido su sombra. Me refiero al que se encaraba con cualquiera a quien considerase inferior en rango e influencia, con un estúpido: 'No sabe usted con quién está hablando'. Es conocida la respuesta de un agente: 'Yo no, pero usted lo hace con el guardia número 24798-HZ que le está poniendo una multa de aúpa'. La autoridad, se mire por donde se la mire sigue siendo, sobre todo, un signo externo, y para que se note necesita llevarse muy a la vista. Incluso los pasamontañas y antifaces enmascaran y disimulan a los policías vascos, pero les dotan de cierta personalidad.

Me reprochaba mi segunda esposa lo ridículo de mi empedernida presunción de proclamar la importancia que yo creía tener en el nivel donde desarrollaba mi actividad, a la sazón. 'Es patético lo que andas pregonando. Un general o un bombero no necesitan alardear de lo que son. Uno va cargado de medallas y el otro se las apaña con el casco, el hacha y las cuerdas...'.

Creo que tenía razón. En todo caso, se la dieron los tribunales de aquella convulsa época, dedicada a la protección de presuntas víctimas con porvenir prometedor y buenas expectativas de triunfo político. Ya saben, las transiciones. Puedo presumir -y presumo- de haber comparecido ante casi todos los tribunales que espejean en la vida nacional: civiles, penales, militares, de Orden Público, Administrativos, de la Rota, de Menores -en la adolescencia fui internado en dos reformatorios-, de Ética Profesional,por cuestionar por escrito un modelo de Seat, lo que no toleró el presidente de aquella magnífica entidad; por supuesto, no recibí el menor gesto de solidaridad por parte del sector Prensa al que pertenecía. Tuvo su publicidad la sanción, cuyo enunciado era muy miserable y equívoco. Creo que me libré de los rigores del Tribunal de las Aguas, de la Defensa de la Competencia, el de Represión de la Masonería y el Comunismo y el Alto Tribunal de Apelación de La Haya. La panoplia de experiencias jurisdiccionales me harían apto para un puesto en el CGPJ, como reo de reconocido prestigio y experiencia.

O sea, que el órgano crea la función, y la representación sus derechos inherentes. Perdidas ambas cosas queda la cáscara inane. Antes, el rango trascendía los límites de la expresividad y el bigotazo del carabinero, el porte envarado del sargento mayor o el untuoso frotar de las manos abaciales delataba el poderío extrauniformado. Las mujeres oscilaban entre el fácil pudor de la doncella y el voluntarioso recato de la casada, incluso de la viuda. Aunque oí contar en fuentes bien informadas que aquellas señoras, llegado el Carnaval relajaban los convencionalismos y el corsé tanto en el Círculo de Bellas Artes como en el Teatro de la Zarzuela. Igual que en Venecia. Dice la desacreditada sabiduría popular que no debemos fiarnos de las apariencias. ¿De qué, si no? La autoridad siempre es un signo externo, por grotesco que parezca. Pocas cosas chocan más a los españoles que el aspecto que ofrecen los alcaldes franceses e italianos, cuando desfilan con la franja tricolor resguardando la tripa, solapada bajo la americana de pana, empuñando la vara tan ufanos. O albergada por el chaqué o el frac que siembra la duda de si vienen de una boda, un funeral o un pleno extraordinario.

Guardo un recuerdo de mi lejana vida profesional, cuando me vi retenido en el Budapest de la última resistencia ante los ejércitos soviéticos, al final de la Segunda Guerra Mundial. De mitad de la calle, un puñado de fanáticos nazis recogió la abandonada autoridad, embriagados por un poder transitorio y sin el menor futuro, pero la jerarquía tiene engañosos y duros reflejos. Mi afán de escapar me llevó por última vez al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde estaba acreditado y era un remanso de civilización y buenas maneras pesimistas. Los improvisados diplomáticos circulaban ahora por aquel noble palacio en la ciudad de Buda, cruzadas las chaquetas civiles por el correaje, la pistola y las cananas, afanándose, de despacho en despacho, con las manos llenas de expedientes. La mayoría terminaron ahorcados de las porterías del campo de fútbol, pero durante las horas de omnipotencia y de gloria, podían haber dicho, amenazadoramente: 'No sabe usted con quién está hablando'. La verdad, no se sabía, pero podía imaginarse. Y daba susto, que era de lo que se trataba.

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