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Columna
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La prueba del peso

Juan José Millás

Aquel invierno, Vicente engordó 12 kilos. Cuando se quiso dar cuenta, era un gordo, lo que de ninguna manera formaba parte de su proyecto existencial. Podríamos decir que tenía 12 kilos que no eran suyos. ¿Pero de quién entonces?, se preguntaba. A veces le gustaba imaginar que pertenecían a un transeúnte delgado que en ese momento pasaba por la calle, y al que le daban ganas de acercarse para devolvérselos.

Normalmente, pensaba que pertenecían a un hombre, pero un día se preguntó que por qué no a una mujer. De hecho, aquella primavera conoció a la empleada de una agencia de viajes que estaba delgadísima y se obsesionó con la idea de que los kilos que le sobraban a él fueran de ella. Durante el primer mes que salieron juntos, la mujer perdió un kilo y él engordó uno también. Esbozó una teoría según la cual la cantidad de carne humana existente en el universo era siempre la misma, de manera que cuando una persona adelgazaba, otra, en alguna parte, engordaba. Si tenías la suerte de conocer a la persona que te cedía sus kilos, o que se quedaba con los que tú perdías, podías jurar que habías encontrado a tu media naranja, lo que era muy excepcional. La media naranja, a veces, vivía en Australia, o en Singapur, y no había ninguna posibilidad de que te encontrases con ella. La de Vicente, en cambio, vivía en Madrid, como él, y el azar los había reunido.

-¿Te has dado cuenta de que cuando tú pierdes un kilo lo gano yo? -le dijo un día a la empleada de la agencia de viajes.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Que estamos destinados el uno al otro. Deberíamos casarnos.

A la mujer le pareció razonable y se casaron. Los primeros años fueron muy felices. Vicente adelgazó cinco kilos que inmediatamente fueron recogidos por el cuerpo de su esposa. Luego los volvió a ganar y los perdió ella. Durante mucho tiempo, esos cinco kilos viajaron caprichosamente entre el cuerpo de él y el de ella, de modo que cuando se abrazaban el uno al otro era como si se abrazaran a sí mismos. La exactitud con que las pérdidas de uno se convertían en ganancias para el otro resultaba estremecedora. Tenían en el cuarto de baño una balanza de precisión capaz de registrar los gramos, de manera que si un día ella pesaba 100 gramos menos, le pedía a él que subiera a la báscula para comprobar con asombro que él pesaba cien gramos más. En un mundo sin sentido, aquella coincidencia parecía apuntar a una verdad fundamental a la que ambos se entregaron como a una religión.

Vicente y la empleada de la agencia de viajes no habían discutido jamás. Ella reconocía las opiniones de él y él los juicios de ella con la misma naturalidad con la que ambos aceptaban el trasiego de kilos de un cuerpo a otro. Todo discurría en armonía, en fin, hasta que un día Vicente perdió medio kilo que ella no ganó.

-¿A dónde ha ido a parar este medio kilo?-preguntó la mujer.

-No tengo ni idea -respondió Vicente con expresión culpable.

A la semana siguiente volvió a perder otro medio kilo que tampoco fue a parar al cuerpo de su esposa. Entonces ella le acusó de estar transfiriendo sus kilos a otra mujer.

-Te juro que no sé a dónde van a parar -le aseguró él, que continuó perdiendo peso durante dos meses sin que la cintura de ella se ensanchara.

Transcurrido ese tiempo, Vicente volvió a engordar paulatinamente, aunque no a costa de la empleada de la agencia de viajes, que permanecía intacta. Recuperó los cuatro kilos perdidos, que evidentemente eran suyos, y al siguiente mes cogió otros cuatro cuya procedencia ignoraba.

-¿Se puede saber de quién son esos cuatro kilos? -preguntó ella indignada por lo que parecía una nueva infidelidad.

-Te juro por mi madre que no lo sé - respondió Vicente avergonzado.

-Pues yo si lo sé -respondió ella-. Precisamente mi hermana ha perdido cuatro kilos en el último mes.

Se daba la circunstancia de que en los últimos tiempos Vicente y su cuñada habían comenzado a intercambiar miradas significativas. Aunque ninguno le había dicho nada al otro, lo cierto es que se habían enamorado. Quizá el trasiego de carne entre un cuerpo y otro expresaba lo que ellos no se atrevían a decir. A la muerte de la empleada de viajes, que falleció ese mismo invierno del disgusto, Vicente y su cuñada unieron sus vidas -y sus carnes-, y hasta hoy.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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