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Columna
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Memoria

Razón, cuenta y balance. Es lo que suele hacerse en estos días últimos del año. Es el tiempo propicio para hacer memoria, y para deshacerla. Siempre hay alguien que falta a las uvas, y cada año que pasa hay más uvas y menos comensales sentados a la mesa. Nos acordamos de ellos, pero les olvidamos, aproximadamente, a partir de la décima copa de champán. Hay quizás demasiada retórica en lo de la nostalgia navideña. Una retórica patrocinada sistemáticamente por ciertas marcas de turrones y cafés torrefactos. La observación, en cambio, nos indica que en estos festejos las personas hacemos lo posible por perder la memoria.

La Nochevieja es un gran carnaval en todas las ciudades. El viejo rito de la renovación se celebra con fuegos de artificio, serpentinas y alcohol. Hay que olvidar. Los conductores ebrios se olvidan de manera sistemática de las normas de tráfico. Unos intentan olvidarse de otros o quizás de ellos mismos. Ovidar nuestro sueldo, nuestra vida tirando a chocarrera, nuestro dolor de espalda, nuestras deudas.

El personaje de una novela de Ray Loriga lo tenía más fácil. Para él todo el año era como una loca Nochevieja. El secreto consistía en una droga que destruía la memoria. El personaje vivía sin recuerdos, lo cual tenía indudables ventajas y algunos engorrosos inconvenientes. El hombre se acostaba una noche con la esposa del tipo al que había asesinado a sangre fría en el capítulo anterior y, claro está, se armaba. Pero al final, inevitablemente, se acababa olvidando el asunto. Cada día era el primero y el último. Algo muy parecido -si uno lo piensa bien- a nuestra vida. Y sin necesidad de que ningún camello como el de la novela de Loriga nos ofrezca unas dosis de su droga. Nacemos olvidando. Recordamos -como los personajes de los anuncios navideños- a nuestros seres queridos. Pero antes los habíamos olvidado. Hay que olvidarse para recordar. Recuerdo, por ejemplo, que algún poeta griego, no recuerdo si Yorgos Seferis o Cavafis, escribió que allá donde la toques, la memoria duele. No conviene tocarla estas noches.

En todo caso, es conveniente andarse con cuidado con ella. La memoria, que según otro poeta que tampoco sé bien si se llamaba Góngora o Quevedo, es una ciega abeja de amargura, puede meternos entre pecho y espalda el aguijón. La memoria es traidora. Estas últimas semanas, sin ir más lejos, nuestra memoria térmica ha sido puesta en entredicho. Ninguno recordábamos un invierno tan duro en este país, pero los meteorólogos se empeñan en desolar nuestra quimera diciéndonos que no, que con las estadísticas en una mano y el termómetro en la otra, es posible afirmar que hubo inviernos más crudos que éste. Las cosas, habría que decirles, no son como las vemos, sino como nuestra memoria las recuerda. Somos una cuadrilla incorregible de desmemoriados. Nadie se acuerda de la enfermedad mientras está razonablemente sano. Afortunadamente, el dolor es amnésico.

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