Besos para Cole
Uno. Si quieren ver un musical en Londres, corran a ver el revival de Kiss me Kate en el Victoria Palace: la cima de Cole Porter, la joya de su corona. En 1948, tras una larga serie de fracasos en Broadway, Porter acepta el reto de Sam y Bella Spewack: convertir en musical La fierecilla domada. En unas pocas semanas de fiebre creativa compone 18 temas, ciñéndose al libreto, y consigue su único musical, por así decirlo, orgánico. Es decir, que las composiciones formaban un score; nacían del texto y de los personajes. Hagan la prueba: las canciones de Anything Goes o The Gay Divorcee son intercambiables, pero I Hate Men o Were Thine That Special Face sólo pueden pertenecer a Kiss me Kate. Si Rodgers y Hart se habían atrevido a adaptar a Shakespeare en 1938 con The Boys from Syracuse, a partir de La comedia de los errores, Porter y los Spewack fueron mucho más lejos: la noche del estreno, el mismísimo Auden afirmó que prefería Kiss me Kate a La fierecilla domada. ¿Qué fue lo que deslumbró a Auden, además de las maravillosas canciones? El vertiginoso juego de espejos de la propuesta. Teatro dentro del teatro: un grupo de cómicos americanos en Baltimore monta un musical, Kiss me Kate, sobre un grupo de cómicos isabelinos en Padua montando un musical sobre La fierecilla domada. Las relaciones también se duplican: la tormentosa guerra de sexos de Petrucchio y Katherine en la ficción encuentra su eco en los enfrentamientos de sus intérpretes, el arrogante Fred Graham y la temperamental Lili Vanessi (inspirados, a su vez, en Alfred Lunt y Lynn Fontane), que se reencuentran para, literalmente, dar el espectáculo. La acción se desarrolla en tiempo real, aumentando así la tensión narrativa: comienza una calurosa tarde de verano, cuando los cómicos se disponen a montar la función, y acaba con la caída del telón. El libro esquiva con maestría los escollos de la alternancia y riza el rizo creando historias laterales y personajes secundarios que en ningún momento carecen de relieve, desde los juegos de la casquivana Lois Lane/Bianca con sus dos amantes hasta la formidable pareja de gánsteres que llegan para cobrar una deuda de juego y acaban convertidos en actores y fascinados por el mundo del teatro, cantando Brush Up Your Shakespeare, el showstopper, una de las letras más divertidas (o gloriosamente idiotas) de su autor.
Musicalmente, la complejidad es todavía mayor. Porter juega con tres líneas de canciones: las del musical en sí mismo, los números de amor y desamor de las parejas de cómicos, y el material coral del grupo de actores. La paleta de Porter es aquí amplísima, jugando con estilos y tonos como si hubiera decidido mostrar todas sus habilidades, del vals vienés (Wunderbar) al Bowery Waltz (Brush Up); del cinismo (Always true to you) a la elegía (So in Love). Y, por cierto, el espectáculo recupera una canción, From This Moment On, que sólo se utilizó en la película.
Dos. Aunque cueste creerlo, Kiss me Kate no había vuelto a Broadway por la puerta grande hasta hará un par de años. La producción de Michael Blakemore, que se llevó cinco tonys y sigue en el Martin Beck Theatre (uno de los pocos espectáculos que no cayó con las Torres Gemelas), ha saltado este otoño al West End con una segunda compañía que mantiene a cuatro estrellas americanas; el resto son actores ingleses, igualmente espléndidos. Marin Mazzie (Ragtime, Passion, Into the Woods) es Lili Vanessi/Katherine. Brent Barrett (Chicago, Annie Get Your Gun, Grand Hotel) es Fred Graham/Petrucchio. Michael Berresse es el Bill/Lucentio original, y Nancy Anderson una Lois Lane/Bianca en el más puro estilo Bernadette Peters. El trabajo de Michael Blakemore -que ya había montado en Broadway City of Angels y The Life- es una celebración del musical clásico que no incurre en nostalgias baratas: el humor, la sensualidad y el encanto llegan limpios, puros, a caballo de una constante energía. A menudo, en este género, la energía se suele confundir con frenesí y barullo: aquí es energía esencial. Movimientos precisos, de alta comedia, y velocidad sin caos, nacida de una absoluta convicción en el material que interpretan: no hay ni un momento aburrido o banal, ni una caída de tensión. Todo es perfecto: desde el diseño de un aplique en el camerino de Lili hasta el juego malabar de Fred para que no lea el nombre de la destinataria de unas flores. Las coreografías de Kathleen Marshall son un regalo en estos tiempos de aerobic camuflado de baile, con dos grandes momentos: la proeza de Michael Berresse, trepando hasta lo alto del backstage sin dejar de bailar (hay que verlo para creerlo), y el solo de Nolan Frederick, un discípulo de Martha Graham, en Too Darn Hot. La nube de felicidad en la que flota el público al acabar el espectáculo provoca un fenómeno insólito en Londres: verles permanecer en el hall del Victoria Palace, como si no quisieran abandonar ni el teatro ni ese estado de delicia, en lugar de seguir la costumbre habitual y esfumarse a los cinco minutos hacia el metro más cercano. Kiss Me Kate genera una tonificante sensación de euforia continua: la que sólo puede producir un musical adulto, sofisticado, y con un aluvión de canciones memorables.
Tres. Un recordatorio y un ruego. En 1963, Tamayo montó Kiss me Kate (Bésame, Catalina) en el teatro Alcázar, con, sorpresa, Marujita Díaz y Ricardo Ferrante. Que yo sepa, nadie ha vuelto a montarla en teatro comercial. ¿Quién se anima a conseguir un éxito seguro?
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