_
_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Tibidabo

París puede contemplarse desde Montmartre y también desde la torre Eiffel. Además permite ser observada desde otras perspectivas, como desde un bateau mouche en el Sena. Lisboa y Roma se levantan sobre siete colinas y también tienen río. Cuando vivía en Bonn, el pequeño pueblo de Alemania que albergó un Gobierno durante la larga guerra fría, lo único que aliviaba mi depresión, producto de no ver nunca el horizonte y vivir bajo una nube persistente y plomiza que podía tocarse con la cabeza, era cruzar el Rin por el puente, remontarlo un par de kilómetros hasta el embarcadero de Königswinter y volver en barcaza a la otra orilla en Bad Godesberg. Justo en medio de la travesía, me colocaba de frente, mirando la corriente, y me dejaba atravesar por la poderosa fuerza del agua nacida de los Alpes y a punto de desparramarse por las tierras bajas.

Día de los Inocentes, día del Tibidabo: hoy la entrada para los niños es gratuita, a condición de que canten una canción en favor de la paz

El secreto de esta terapia es simple; consiste en salir de la ciudad, de cualquier ciudad, y contemplarla desde otra perspectiva. En Los Ángeles, la medicina era subir por las pequeñas calles que serpentean por las rieras de las colinas de Hollywood -que los californianos llaman canyon y que se parecen a algunas rieras del Maresme- hasta la cresta de la cordillera. Una vez arriba uno podía creerse un dios y mirar impávido la interminable alfombra de la asombrosa ciudad extendiéndose hasta el Pacífico, por un lado, y hacia el desierto por el valle de san Fernando. Había una ruta especialmente agradable: Mulholand Drive, que era lo más parecido a la carretera de las Aigües de Barcelona, que recorre la sierra de Collserola a media altura.

En Moscú pasé un verano estudiando ruso en la universidad Lomonosov en tiempos de la perestroika. A finales de la década de los cuarenta, el padrecito Stalin mandó construir cinco grandes rascacielos de estilo neogótico para demostrar el poderío de la Unión Soviética. Permanecen como aviso para navegantes. Para el recién llegado son una más de las muchas trampas dispuestas para causar desorientación. Todos son iguales, de modo que uno cree que ha encontrado la referencia que buscaba cuando en realidad, en lugar de encontrarse frente a la universidad está ante el Ministerio de Exteriores o el hotel Ucrania. La pequeña cámara infectada de cucarachas en la que me alojaba, situada en el piso 22 de la torre derecha de la universidad, era el gran mirador. A las dos de la madrugada, cuando en verano ya empieza a amanecer, la planicie moscovita toma un tono violáceo. Desde allí arriba certificaba dónde y cómo me encontraba.

Ahora me doy cuenta de que, en realidad, he ido repitiendo siempre el mismo ejercicio que practicaba en Barcelona hace muchos años: escapar hacia arriba, por la carretera de Vallvidrera o por la Arrabassada y detenerme en alguno de los miradores para contemplar lo que he dejado atrás y certificar que puedo salir sin dejar de estar.

Uno de los aspectos más frustrantes de Madrid es que no es posible distanciarse de la ciudad sin tener que abandonarla. No hay una montaña desde la cual observar la ciudad, ni un río de verdad donde reflejarse. Sólo una línea recta que separa el campo de la ciudad. Se está dentro o se está fuera. No hay término medio, donde acaba la ciudad empieza el campo y viceversa. Alguien me explicó que el río de Madrid era la Castellana. Y tenía razón, incluso puede cruzarse por los puentes de los bulevares.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Hace unos días, un viejo amigo me invitó a comer en el Tibidabo. El viejo restaurante La Masia se llama ahora el Club del Aventurero y ofrece exquisiteces exóticas y me di cuenta de que durante todos estos años mi ritual evitaba la cumbre, mis viajes se limitaban a recorrer las laderas. Se diría que subir hasta el jardín particular del doctor Andreu me producía cierta pereza, tal vez por el previsible agobio de niños, coches y peregrinos expiatorios. Pero desde aquel día he cambiado de opinión.

El templo no parece tener muchos feligreses, y visto de cerca y mirado por dentro, no es muy recomendable para la contemplación estética en una ciudad que se precia de su arquitectura. Pero el parque de atracciones, milagrosamente salvado de la desaparición tras el paso del gran financiero Javier de la Rosa, es otra cosa. Olvídense ustedes de los modernos parques temáticos, de estilo americano. El viejo avión que vuela sobre el abismo, la casa del miedo, el salón de los espejos y la colección de autómatas, por no hablar de la vieja montaña rusa, siguen en su sitio y este año los han visitado 450.000 personas.

Hoy es el día perfecto para subir. Hoy, que los críos están ya hartos de correr por el pasillo de casa, que los juguetes empiezan a desfallecer hechos trizas y que todavía queda más de una semana de vacaciones escolares, hay que subir a lo alto del Tibidabo. Desde 1996, en el día de los Inocentes tiene lugar la Canción de la Paz en el parque de atracciones. La entrada es gratuita para padres y madres e hijos y hijas, siempre que vayan juntos. Con una sola condición: que los pequeños canten a una hora determinada esa canción y los mayores les escuchen. Mientras tanto se puede echar una mirada hacia abajo para contemplar cómo es la ciudad sin la presencia de uno mismo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_