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Emociones, trabajo y política

Joan Subirats

En los últimos tiempos, a medida que la crisis del modelo industrial de desarrollo se ha hecho más evidente y ha ido aumentando la presencia y significación del sector servicios, el valor que se atribuye a la carga emocional o de empatía del trabajador en relación con el desempeño de su labor ha ido adquiriendo más significación. Por otra parte, la crisis del modelo estándar de familia y la incorporación de la mujer al mercado laboral han supuesto que labores consideradas de carácter familiar-femenino pasen a ser mercantilizables, sin que ello haya supuesto una reconsideración de los papeles masculino-femenino en el seno de las familias. Cuando se habla de trabajos emocionales se describe un entorno laboral en el que habitualmente están en juego emociones de empleados y usuarios simultáneamente. Los estereotipos, socialmente construidos, tienden a relacionar la carga emocional de los trabajos más conectados con cariño (carga emocional positiva) con feminidad, mientras que los que implican una labor emocional de signo distinto (carga emocional de carácter más inquisitivo o competitivo) son atribuidos más bien al ámbito de la masculinidad.

Si nos centramos en los que comportan una carga positiva, podríamos decir que el propio concepto de trabajo emocional supone reconciliar dos aspectos que el modelo de producción característico de la sociedad industrial había pretendido claramente separar: el mundo de los sentimientos del mundo del trabajo. Y si, por otra parte, hablamos de trabajo familiar, ello implica superar lo que hasta hace poco era considerado casi como un oximoron, una contradicción en sus propios términos. Si era trabajo, no podía ser familiar; si era en y para la familia, no podía ser considerado trabajo.

En general, la sociedad industrial separó trabajo y hogar de manera radical. En cada lugar regían normas y contaban valores distintos. En el trabajo no importaban tu edad, tu sexo, tu coyuntura personal o tus sentimientos. Lo que importaba era tu capacidad de rendir, de generar valor con tu trabajo. En el hogar, o en la comunidad, encontrábamos la preocupación por la formación de los más jóvenes, el cuidado de los enfermos o de los mayores, o los demás elementos que condicionaban de alguna manera el rendimiento laboral: la comida, el aseo, el descanso, el ocio.

Esta distinción, esta separación institucional, era evidentemente también una separación de sexo. El trabajador ideal, sólo preocupado por la labor que debe desarrollar, era hombre, y la santa, el ángel de la casa, que desplegaba sus capacidades para asegurar que todo funcionara correctamente y se asegurara de que la capacidad laboral se mantuviera y reprodujera, era mujer. Uno hacía el trabajo, la otra el cuidado. Mientras el trabajo se hacía buscando la compensación salarial que comportaba, o buscando el propio consumo de lo que se producía, la labor cuidadora era entendida al margen de la relación laboral, y no se entendía por tanto que precisara de una compensación explícita. De ahí derivó la idea de que la labor cuidadora no podía entenderse como formando parte del trabajo asalariado. En esta lógica, viene a afirmarse que quien cuida lo hace de manera natural, debido a que le gusta, a que es mujer. En cambio, quien trabaja de forma asalariada lo haría buscando el propio sustento y el de los suyos. Podríamos decir, pues, que en esa visión los hombres no trabajarían sin recompensa, mientras que en cambio las mujeres harían sus labores porque ello derivaría de su propia condición, y por tanto no deberían esperar ser recompensadas por ello.

Tenemos así un escenario en el que hogar-cuidado-mujer se sitúan en un lado, mientras que en el otro lado encontramos lugar de trabajo-salario-hombre. En esa visión dicotómica no habría espacio para el trabajo cuidador, y no porque el cuidar a alguien no implique trabajo. Es evidente que tanto en el hogar como en los lugares de trabajo los hombres y las mujeres dedican mucho tiempo y espacio a labores que pueden ser o no retribuidas, pero que van dirigidas a mejorar o garantizar un cierto bienestar de otras personas. El problema es que en esa visión dicotómica las tareas consideradas hogareñas, las que suponen dosis variables de cariño, y que por tanto se consideran naturalmente femeninas, no generan la sensación de ser trabajo ni son susceptibles de requerir contraprestación económica alguna. Y ello implica no sólo una distorsión evidente de lo que ocurre, sino que, en sentido contrario, presupone que el trabajo asalariado no tendría nada que ver con las emociones, con la implicación, con el conceder una dimensión personal al trabajo. Todo se reduciría a un intercambio de fuerza de trabajo por salario.

Esa sistemática y muy enraizada construcción social de las funciones de sexo ha apartado de modo radical a los hombres del mundo de la atención a las personas, y no permite plantear otro escenario en el que los hombres puedan incorporarse (también de manera natural) al mundo de las labores cuidadoras. Sólo combatiendo radicalmente esa construcción social (presente en la educación, en el ocio infantil, en la publicidad, en el vestir...) podremos plantear unas relaciones paritarias hombre-mujer en el campo del cariño.

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¿Se puede hacer algo ante ese panorama? Nos gustaría pensar que desde la política y desde la voluntad de cada quien en la vida cotidiana ese tipo de situaciones pueden cambiarse. Se puede tratar de articular una nueva forma de entender las relaciones entre trabajo y vida cotidiana. No sólo el capital ha de gozar de flexibilidad para optimizar su tasa de ganancia. Las personas tenemos también derecho a gestionar nuestros propios tiempos y ciclos de vida logrando conciliar vida laboral y vida familiar. Hemos de luchar asimismo para ir consiguiendo la valorización de todos los trabajos relacionados con la atención y el bienestar directo de las personas. Las políticas de ciudadanía y de servicios personales deberían situarse en el centro del debate, permitiendo así la conexión del mundo de la política y el mundo de la vida. Ese era el viejo reto de la igualdad y ese continúa siendo hoy el reto.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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