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Columna
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El azar

El azar nos mata o nos salva. Hoy nos premia o nos ignora en la lotería, pero, dichosamente, nunca deja de permanecer a nuestro lado, dentro de la cultura de la racionalidad.

En los procesos, las concatenaciones, los silogismos, se trenza una cadena donde los mortales saben por dónde dirigir sus pasos, pero esa senda es un cauce que estrecha en exceso el concepto de cualquier ser humano sobre su condición. Frente a ello se expande el azar. El azar no posee límites, no conoce medidas ni pesos, no pertenece a la lógica ni a la correlación. El azar es la libertad en estado puro, para bien o para mal, pero siempre para elevar la existencia de grado. Gracias al azar nunca acabamos de estar determinados, porque gracias al azar podríamos ser cualquier cosa, incluida la nada. Nacemos con la intervención de un azar entre un caos de coincidencias y así nos creemos únicos. Nos enamoramos, cuando nos enamoramos, mediante el azar y así nos sentimos seres extraordinarios. Creemos religiosamente siendo dios el gran Azar donde depositan efusivamente su alma los fieles. El arte, el amor, la invención, la religión, la vida, la loto: los momentos más decisivos se platean con el fulgor del azar.

Gracias al azar, hoy, 22 de diciembre, es un día extraordinario desde que amanece. Una fecha en que la fortuna se encuentra a disposición general de los ciudadanos, muy a diferencia de lo que ocurre cuando los papeles están ya repartidos. Lo que se juega hoy parece sólo un asunto económico, mientras en su base se desarrolla una ceremonia tribal desde donde se adora la majestad de la estocástica. Se adora una fuerza supernatural que gracias a su arbitrio puede llegar a convertirse en la mayor de las justicias.

El mundo perdería todo encantamiento con la eliminación del azar, e incluso la ciencia más moderna, que sufría el tedio de la praxis experimental, ha incorporado este hechizo a sus supuestos. Nadie se basta con el tránsito racional, la respuesta coherente y el objetivo planeado. El estallido del azar es equivalente a la lumbre de la vida. Gracias a su acometida mejoramos sin límites o empeoramos a una velocidad infinita. Gracias al azar vivimos, en fin, como si nunca, previsiblemente, fuéramos a estar muertos.

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