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Patriotismo (pre)constitucional

La utilización por parte del presidente Aznar y de alguno de sus cualificados portavoces (en el Gobierno y en algunos medios de comunicación) de un discurso casi preconstitucional para descalificar a sus adversarios políticos, a propósito del desarrollo del Estado autonómico o de posibles relecturas de la Constitución, no creo que obedezca a mero desconocimiento de la verdadera dimensión del problema o a una actitud irreflexiva que no valore el alcance de sus declaraciones. Si algo caracteriza al PP es su probada eficacia electoral en la elaboración de discursos que siempre responden a estrategias bien definidas y en modo alguno improvisadas. Creo, por el contrario, que se trata de una decisión bien meditada que tiene como objetivo fundamental centrar en esta cuestión buena parte de la acción política hasta las próximas elecciones generales, toda vez que los argumentos centrados en la economía ya no dan para mucho más. Ahora bien, utilizar esta importante cuestión como elemento de cohesión del electorado a favor de su partido, en vez de situarla en la agenda de la gran política, por tratarse del único de los grandes temas de Estado que desde la transición todavía no ha quedado resuelto satisfactoriamente, evidencia una falta de lealtad política y una carencia de sentido de Estado y de perspectiva histórica muy preocupantes.

El discurso sobre el milagro producido por la política económica del partido conservador prácticamente está agotado. Si el buen comportamiento de la economía española se debía, en su opinión, a la buena política económica del Gobierno, en claro contraste con la desastrosa política de gobiernos anteriores (ni una palabra sobre la profunda crisis económica de 1992-1995 y de la expansión de la economía norteamericana y europea durante el periodo 1995-2001), la rectificación a la baja de las previsiones macroeconómicas y el reconocimiento de peores perspectivas para la economía española, se deben, ahora sí, al inicio de una recesión económica internacional frente a la que nada se puede hacer. Es evidente que el malestar social, cuyos primeros síntomas ya son manifiestos, previsiblemente se va a agudizar en el futuro. El contexto, el puro desgaste del ejercicio de Gobierno y la exhibición de talantes displicentes, prepotentes y autoritarios, como los demostrados por el presidente del gobierno, tienen ahora mayor impacto en la opinión pública que hace un año. El Gobierno, en cambio, cada vez más acantonado en su mayoría parlamentaria, exhibe ahora mucha menos capacidad para aceptar críticas y para elaborar propuestas consensuadas con los sectores afectados.

Si los argumentos sobre la solvencia económica y la bajada de impuestos ya están amortizados y pierden credibilidad, ¿cómo afrontar una próxima campaña electoral con un contexto social más desfavorable y en la que no se cuenta además con el efecto arrastre de un presidente del Gobierno que no va a volver a presentarse? Convenientemente manipulado y distorsionado, la defensa del mantenimiento inalterable del modelo de Estado y la negativa a cualquier posible reforma de la Constitución, siempre es útil y políticamente rentable en amplios sectores del electorado español. Se trata de repetir la idea de que solamente existe un partido que puede garantizar la unidad de España, porque el partido mayoritario de la oposición es incapaz de hacerlo.

Defiendo que es mera táctica, porque no puedo creer que piensen lo que dicen cuando se refieren, por ejemplo, a la representación estatal en los órganos de decisión comunitarios, descalificando a quienes proponen soluciones alternativas, que en este caso son todos los demás. El Gobierno español sabe perfectamente que España es el único Estado de la Unión Europea fuertemente descentralizado que no ha resuelto todavía la forma de representación de gobiernos regionales, con competencias similares a los Länder alemanes, en los órganos de decisión comunitarios. Políticamente, la creación de mecanismos estables de representación de los gobiernos autonómicos constituye una tarea inaplazable, tal como lo han resuelto países como Alemania, Austria, Bélgica o Gran Bretaña.

Su oposición a la reforma del Senado, salvo meros retoques puramente formales que nada solucionan, tampoco responde al hecho de que no estén convencidos de su necesidad. De hecho, la apoyaban hasta no hace mucho tiempo. Nadie discute, salvo ahora el Gobierno central y el partido que le da soporte, la necesidad de su reforma para que deje de ser una institución anacrónica y pueda convertirse en un espacio institucional de participación de las comunidades autónomas, adecuando sus funciones al proceso de transferencia de poder político que éstas han recibido durante las últimas décadas. Para abordar su reforma se requiere, en efecto, una revisión del texto constitucional. Pero ello no supone dificultad alguna si existe el grado de consenso necesario para acometerla. Muchos estados europeos han reformado sus constituciones durante los últimos veinte años sin el menor asomo de crisis institucional.

Argumentar, frente a quienes demandan dicha reforma para hacer del Senado una auténtica cámara de las regiones, nada menos que en términos de ruptura del consenso constitucional, no es más que mera táctica política de partido, inspirada en lecturas interesadas de la Carta Magna, que en absoluto responden ni al propio espíritu constitucional ni a la realidad de situaciones que han cambiado cualitativamente durante estos veintitrés últimos años. El problema es, como siempre lo fue, de naturaleza política y es en ese terreno donde han de hallarse, como se ha hecho en ocasiones anteriores, compromisos y consensos básicos. El gran desafío del caso español, ciertamente complejo y tal vez más difícil ahora que en 1978, estriba en encontrar mecanismos satisfactorios y estables de perfeccionamiento del funcionamiento del Estado autonómico y de reconocimiento de la plurinacionalidad, sin que se corra el riesgo de poner en crisis todo el sistema.

La dimensión histórica del camino hasta ahora recorrido es incuestionable, pero el trabajo político pendiente para proseguir en la construcción de un Estado compuesto como el español, en un proceso que necesariamente ha de ser abierto y estar abierto, no es menor. La utilización partidaria de la idea España y el intento de aparecer como exclusivos garantes e intérpretes de la Constitución, como táctica política de desgaste del adversario, tal vez dé buenos réditos electorales, pero sólo contribuirá a enquistar un serio problema, impidiendo cualquier solución consensuada a cuestiones de gran calado y con ello la posibilidad de avanzar en la creación de la España plural, de las naciones y las regiones, que la Constitución del 78 prefigura. Al final, aquello que puede ser beneficioso para algunos en el corto plazo, resultará perjudicial para todos.

Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia.

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