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Nueva York | ACTUALIDAD INTERNACIONAL
Columna
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El duelo de dos titanes

LA CORRESPONDENCIA entre Vladímir Nabokov y Edmund Wilson, Dear Bunny, Dear Volodia, la biografía del primero, Vladimir Nabokov. The american years, que si no me equivoco pronto se publicará en español, y las memorias del editor estadounidense Jason Epstein, Book bussiness, nos permiten reconstruir los avatares de la amistad entre el angélico novelista y el crítico más influyente de la literatura moderna norteamericana; amistad que acabó por romperse en parte a consecuencia de los acalorados debates intelectuales que estaban en los mismos fundamentos de esa relación, en parte por culpa de la vanidad de los dos escritores.

Conocerse y quererse les resultó a ambos muy provechoso. Wilson le daba al novelista ruso exiliado consejos prácticos para que se abriera camino en el mundo editorial estadounidense; le ofrecía las páginas de las revistas donde él tenía influencia, le recomendaba a los mejores agentes, editores y directores de revistas literarias, y hasta le sugería cuánto dinero debería reclamar en pago a sus contribuciones poéticas y literarias a esas revistas. También le descubrió las excelencias de autores anglosajones como Dickens y Jane Austen, a los que Nabokov no había prestado suficiente atención y que gracias a su amigo pasaron a formar parte de su exclusivo panteón de ilustres. A su vez Wilson, que había aprendido ruso para leer en su idioma original a los grandes novelistas del XIX y para entender mejor la revolución de 1917, encontró en Nabokov un maestro y un informador paciente y excepcional tanto en asuntos de lengua y de literatura como de formas de vida, costumbres y rituales de la sociedad rusa, detalles que incluían desde el protocolo exacto del duelo a pistola -tan recurrente en la novela rusa clásica- hasta informes con detenimiento sobre la rica vida intelectual rusa durante el único periodo en que se abolió la censura, durante el reinado del último zar, Nicolás II.

Por eso cuando Wilson publica A piece of my mind (1956), a Nabokov le asombra que no haya tenido en consideración las cosas que, durante 15 años, le ha venido explicando por pasiva y por activa para que no cayese en los tópicos y simplificaciones frecuentes entre la intelectualidad occidental al referirse a la Revolución rusa: presentarla como la lucha de fuerzas entre los aristócratas del zarismo decadente y el pueblo llano guiado por los bolcheviques. Nabokov le había explicado a Wilson que en el combate político de las dos primeras décadas del siglo participaron activamente caudalosas corrientes democráticas, partidos liberales y socialdemócratas con millones de afiliados -que Lenin se ocupó de barrer mediante el terrorismo y la dictadura del proletariado-. Wilson prefirió ignorar eso y seguir pintando al tirano según el retrato virtuoso preparado por la intelligentsia soviética, retrato que todavía hoy se sigue admirando en círculos irredentos, para los que Lenin fue un santo varón, cuyo humanitario legado fue traicionado por Stalin. Nabokov tenía buenos motivos para dolerse y consternarse: pues esa historia política y literaria era la suya, la de su generación, y la de su padre, ministro de Kerensky y asesinado en el exilio.

A lo largo de los años, los dos amigos tuvieron otros debates más o menos enconados, sobre métrica y prosodia rusa e inglesa, sobre la valía de escritores consagrados por las academias y universidades (a Nabokov le asombraba que Wilson apreciase a Faulkner o que fuese capaz de mencionar a Mann en la misma línea que a Proust y Joyce), sobre el deber de la crítica, sobre la enseñanza de la literatura. La divertida petulancia de Nabokov irritaba de vez en cuando a Wilson, cuyo carácter tampoco se distinguía por una humildad franciscana. Aun así, y pese a algunas manifestaciones de impaciencia recíprocas, la amistad se mantuvo y el intercambio de ideas, favores, consejos y opiniones siguió fluyendo generosamente hasta 1965, año que Nabokov publicó su traducción de Eugene Oneguin, la obra maestra de Pushkin. Había dedicado años a aquella singular traducción, extremada, brutalmente literal, que se presentaba además con un aparato de notas y comentarios mucho más grueso que el poema mismo. Era el mayor homenaje que podía tributar a la literatura rusa y un manifiesto de cómo debe vertirse un texto de una lengua a otra, tema en el que a él le iba la vida.

Wilson siempre se las había ingeniado para no escribir críticas de las novelas de su amigo, que no le gustaban; confiaba esa tarea a quienes sabía darían a Nabokov por lo menos un trato afectuoso. Pero esta vez, quizá porque de lo que se debatía era de Pushkin, a quien también había adorado, estudiado y traducido, o para dar vía libre a la irritación acumulada durante años hacia su petulante amigo (¡que encima se estaba forrando con Lolita!), se consideró en la obligación de publicar en The New York Review of Books una crítica demoledora del Oneguin de Nabokov. Éste se sintió apuñalado a traición, nada le había preparado para el ataque de su amigo. Recogió el guante y replicó en el mismo medio. A eso siguió la contrarréplica. Y el duelo entre los dos titanes se convirtió en el 'the talk of the town' durante meses, se llevó por delante su amistad y puso amargo fin a su correspondencia de 24 años.

¿Fin de la historia? Una tarde, seis años después, ya instalado en el hotel suizo que sería su última morada, Nabokov revolviendo papeles encuentra el paquete de las cartas y no puede menos que escribirle a Wilson: 'Hace unos días he tenido ocasión de releer nuestra correspondencia. Ha sido un placer volver a sentir la calidez de tus muchas gentilezas, las variadas emociones de nuestra amistad, esa constante excitación del arte y de los descubrimientos intelectuales... Por favor, créeme que hace ya mucho cesé de guardarte rencor por tu incomprensible incomprensión del Oneguin de Pushkin y Nabokov...'.

A la semana siguiente contesta Wilson: '... precisamente estoy componiendo un volumen con mis artículos rusos. Estoy corrigiendo mis errores en ruso de mi artículo sobre Nabokov-Pushkin; pero citando unas cuantas más de tus ineptitudes'. Luego le advierte: 'Este verano aparecerá un libro en el que cuento la visita que te hice en Ithaca... Espero que no volverá a dañar nuestras relaciones personales (no debería)'.

¡Tales prevenciones suelen ser señal de tormenta! Nabokov se apresuró a leer ese libro (Upstate: Records and Recollections of Northern New York) y escribió al editor de The New York Times, y repitió en Strong opinions (traducido al español como Opiniones contundentes): 'Lo que me sorprende no es el aplomo de Wilson, sino el hecho de que en el diario que llevaba mientras estaba en mi casa se pinta a sí mismo rumiando ideas y sentimientos tan fatuos y rencorosos que si los hubiera manifestado en voz alta me hubiera obligado a exigirle que se marchase inmediatamente'.

Una última vuelta de tuerca: el lector español no encontrará estas dolidas frases en su ejemplar de Opiniones contundentes. Lo más probable es que, muerto Wilson, Nabokov elegantemente las retirase de las sucesivas ediciones de su libro cuando acordó con la viuda Wilson la publicación de esa correspondencia, testimonio deslumbrante de una aventura espiritual ejemplar.

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