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Columna
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¿Y si Villaescusa tuviera razón?

¿Y si Villaescusa tuviera razón? ¿Y si fuera verdad cuanto afirma el director general de la Radio Televisión Valenciana? No me refiero, naturalmente, a sus palabras descalificando al comité de redacción, sino cuando asegura que en ningún momento de la historia de la televisión valenciana ha habido la variedad de formatos y contenidos de la actualidad. Cuando insiste en que la agilidad y la modernidad de los informativos están en consonancia con las demandas de la sociedad valenciana. ¿Y si fuera verdad que Villaescusa y Genoveva Reig hubieran ideado una nueva forma de hacer televisión? Una forma original y excesiva, barroca, valenciana, muy nuestra.

Con esta idea en la cabeza, me senté el otro día frente al televisor y esto fue lo que vi, entre las dos y las tres de la tarde, en el telediario de Canal 9: vi barcas amarradas por el temporal de Levante y escuché los lamentos de los pescadores por no hacerse a la mar. Me enteré del precio de la cigala, de la gamba de asar, del langostino. Vi pescaderías sin género y la resignación dibujada en los rostros de los consumidores. De allí, en un travelín de cámara, salté a las chuletas de cordero, al cabrito, al chuletón de vaca. Discurseaban los carniceros, con sus mandiles ensangrentados, explicando cómo de aquellas vacas locas venían estos corderos por las nubes. Nos previno el locutor de los males que nos aguardaban por los próximos excesos: vómitos, ardor, dolores abdominales, pancreatitis... Un doctor muy serio, advirtió admonitorio: 'Lo que empieza siendo una comida, termina siendo una desgracia'. Alabé el sentido social de nuestra televisión.

Más tarde, supe que en Castellón, una joven ecuatoriana, había sido agredida por su novio y vi una fotografía de Nancy, antes de que ocurriera la tragedia y, a continuación, vi a su tía quien, con gestos elocuentes, explicaba cómo había encontrado a Nancy con el cráneo fracturado. Y ahora la pantalla mostraba el ingenioso invento de un joven valenciano: un diminuto llavero con el que convertir euros a pesetas era, por lo visto, coser y cantar. Y, del euro, marchamos a La Pobla de Farnals, donde en un instituto de segunda enseñanza, la consejería había contratado guardas jurados para evitar la violencia en el centro. Las imágenes de aquellos barracones, entre rejas y alambradas, donde los alumnos recibían clase, provocaban un indudable efecto sobre el espectador.

Y vi una exposición de arte en la que los artistas eran enfermos mentales, que paliaban así su esquizofrenia. Y supe que Teulada era uno de los pueblos más limpios de España y que en sus calles había 40 contenedores. Y me pregunté, con el locutor, si alguna vez podría retardarse el envejecimiento, lo que parecía lejano. Averigüé que nuestras habas vinieron de Mesopotamia y que cada valenciano consume anualmente 400 gramos de ellas. Conocí el precio de la navelina, de la clemennules. Me conmoví con el asesinato de una niña holandesa. Me sobresalté con una colisión múltiple. Lloré la muerte por cáncer de un niño colombiano que no llegaría a ver a su padre, preso de la guerrilla. Pero, sobre todas las cosas, admiré el ingenio de aquellos reporteros de Canal 9 que, despreciando las imágenes trilladas del conflicto, nos contaban la penosa situación en que sobreviven los animales del zoo de Kabul. ¡Bendita televisión!, dije para mí.

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