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Columna
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Caos

Rosa Montero

Escribo esta columna dentro de un avión parado en mitad de una pista cubierta de nieve: parece una ballena atrapada por los hielos polares. Llevo tres días dando tumbos por aeropuertos de países mediterráneos repentinamente transmutados en Groenlandia. Ahora estoy en Salónica (Grecia), y la tormenta ruge alrededor, convirtiendo el mundo en una nada blanca y espectral.

Estamos a la espera (y en la desesperación) de despegar, de hundirnos en ese cielo congelado como quien se tira a un pozo. Cuando el miedo merodea y se atisba la posibilidad del propio fin, a los humanos nos da por ponernos fastidiosamente metafísicos: muchas filosofías y muchos dioses, si no todos, han nacido del estrujón de un ataque de pánico. Yo no puedo ser menos en esta noche glacial y en la insegura tripa de la ballena de hierro, y, mientras las alas del avión se escarchan y tiemblan (pero desde luego menos que mi ánimo), me pongo a rumiar pensamientos obvios sobre la fragilidad del mundo, lugares comunes que en estos momentos de fatiga y agobio me parecen verdades luminosas, a saber: que por debajo de las cosas se agita el abismo, y que nuestra cotidianidad, en apariencia tan sólida, no tiene más consistencia que una tenue y esponjosa telaraña. Y ni siquiera hace falta que suceda un cataclismo para que se rompa la tersura de la realidad. No necesitamos guerras ni terremotos para que la vida se haga trizas. Basta con un poco de nieve inesperada, con tres o cuatro míseros días de tormenta, para que los aeropuertos se conviertan en campos de concentración, para que las sociedades se paralicen, para que las ciudades ricas y seguras bordeen la catástrofe. El caos es una bestia íntima que vive pegada a nuestra sombra.

Pienso todo esto en el avión, en mitad del hielo intransitable, mientras espero la orden de despegue, o la de desembarco, o el accidente que acabará conmigo, porque los aviones provocan más ideas mortuorias que los camposantos. Pero en cuanto salga de aquí haré lo posible por olvidar esto que ahora me parece tan evidente: que lo único que sabemos con seguridad en este mundo incierto es que la muerte, cazadora paciente, nos aguarda.

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