La queja
La arrogancia del señor Rafael Miranda y la dirección de Endesa-Fecsa han tenido su penitencia. Con el desparpajo del que cree que todo le está permitido respondió a las amonestaciones de la Generalitat por el deficiente servicio que Endesa-Fecsa ofrece pidiendo un aumento de las tarifas. En realidad, estaba pidiendo a Pujol que se pusiera a su servicio haciendo de lobby ante el Gobierno central, que es el que define las tarifas. Si quieren mejor servicio que lo paguen, dijo, con el desprecio del que no está acostumbrado a que le paren los pies. Dos días más tarde, la incompetencia voluntaria de Endesa-Fecsa, porque sólo así puede llamarse una política sistemática de retraso de la modernización y renovación de la red eléctrica catalana, caía como una maldición sobre la ciudadanía. Media Barcelona se quedaba sin luz durante varias horas, varios miles de ciudadanos pasaron uno de los días más fríos del año sin electricidad por obra y gracia de la compañía que domina en régimen de monopolio de hecho el mercado eléctrico catalán. ¿Qué dirá ahora el señor Miranda? ¿Pedirá doble aumento de tarifas ante la avalancha de críticas que caen sobre una compañía que ha demostrado que no conoce el concepto de servicio público?
Puede decir cualquier cosa ante la impunidad que le proporciona saber que no podemos ir a pedir electricidad a otra parte. Vivimos en un país en que las privatizaciones consisten, a menudo, en sacar un monopolio de las manos del Estado para entregarlo a una empresa privada (y si es de amigos y conocidos, mejor).
Esperemos que la fecha del 14 de diciembre signifique un cambio de verdad en la exigencia de la Generalitat hacia la compañía a la que ha protegido irresponsablemente hasta que se ha visto venir el desastre encima. Porque lo que es indudable es que Rafael Miranda tenía motivos para sentirse sorprendido cuando desde la Generalitat se quiso apretarle las tuercas. Él creía contar con el Gobierno como cómplice, porque muchos eran los trasvases de distinto tipo entre el entorno gubernamental y la empresa y porque grande había sido la tolerancia de la Generalitat con Endesa-Fecsa, a la que había permitido no hacer nada sin levantarle nunca la voz. Pero Miranda debería saber que el político siempre te abandona cuando teme que le estás llevando a un pantano. Y desde el conflicto de Llagostera, en que la Generalitat tuvo que ponerse del lado de Goliat contra David, algo que aún en el caso en que se tenga razón es feo política y estéticamente, Pujol y los suyos sabían que la promiscuidad con Endesa-Fecsa les acabaría quemando. Más en tiempos de decadencia, en que por tanto ya no se controlan los resortes y los silencios como en el pasado. La Generalitat reaccionó demasiado tarde. Y la arrogante imprudencia de Miranda ha hecho todavía más espectacular el día D en que la degradación acumulada durante tantos años de mala gestión (con el Gobierno catalán mirando a otra parte) ha quedado puesta en evidencia. En estos tiempos privatizadores, depredadores como los de Endesa-Fecsa son los mejores propagandistas que podríamos encontrar para quienes creemos que hay servicios básicos que no se pueden abandonar a la voracidad de los empresarios privados.
Y ahí está la múltiple responsabilidad política del Gobierno catalán. En el desaguisado de este pasado fin de semana hay un responsable concreto que es Endesa-Fecsa, pero hay amplias responsabilidades extendidas a lo largo y ancho del Gobierno catalán. Endesa-Fecsa mostró su incompetencia. Los cortes de luz de la que ella es responsable han tenido costes altísimos que obligan a formular una pregunta: ¿quién los pagará? Y adelantar, lamentablemente, una respuesta: Endesa-Fecsa seguro que no, porque en régimen de monopolio seguirá haciendo lo que le dé la gana. La responsabilidad de la Generalitat en este punto es triple: por no haber impuesto su autoridad a una compañía incapaz de dar un servicio por el que el Gobierno tiene obligación de velar; por no haber hecho nada para complicar la vida a esta compañía alentando otras presencias activas en el mercado eléctrico catalán (la sacrosanta competencia, con la que todos -empresarios y políticos- se llenan la boca pero la evitan siempre que pueden), y por haber fracasado en una cultura del servicio público que este país necesita si quiere crecer en democracia y responsabilidad.
Pero las desgracias del día de autos no se acaban para la Generalitat con las eléctricas. El Gobierno catalán demostró no tener en absoluto el país bajo control técnico. No fue ni una catástrofe meteorológica de magnitudes excepcionales, ni un fenómeno que llegara por sorpresa. Durante toda la semana los meteorólogos estuvieron anunciando lo que iba a ocurrir. Y en el momento en que ocurrió, los dispositivos -si es que existían y hay que suponer que sí- han resultado totalmente insuficientes. Realmente es algo que da que pensar sobre el concepto de gobierno empleado y construido durante estos años. Uno tiene la sensación de que se pasó de la Generalitat de las reivindicaciones a la Generalitat de las responsabilidades sin cambiar el paso, sin darse cuenta de que el diseño ideológico que servía para quejarse es insuficiente para gobernar. Y éste es el gran problema de fondo que reaparece cada vez que surge algún obstáculo en el normal paso de los días y las horas. La primera Generalitat, con más ropaje que competencias, podía justificarse con la ideología que servía a la vez para darle empaque y para exigir más recursos, pero una vez adquiridos éstos, aunque no sea en la abundancia deseada, los ciudadanos tienen derecho a recordar que no sólo de la palabra vive el hombre. Y que un gobierno está para asegurar que un país -y en él sus servicios básicos- funcione.
El dato que la realidad nos transmite es que no han funcionado. A partir de aquí hay algo elemental: preguntarse por qué. Esperemos que ello suceda en la sede parlamentaria. Y que la oposición haga las preguntas pertinentes, como es su obligación, y, sobre todo, que se prepare para que, si un día le toca gobernar, no asistamos a un simple cambio de papeles. Un país es también una realidad material. En las sociedades avanzadas el discurso sobre el fatalismo y las venganzas de la naturaleza no cuela ni consuela. Y que en otros países ocurre lo mismo, además de que no siempre es cierto, no sirve como argumento, porque el mal de muchos sólo es un alivio para los necios. Si hemos avanzado es para poder vivir mejor. Lleva razón el presidente Pujol en que cuidar un país es responsabilidad de todos y que cada cual tiene que poner de su parte para que las cosas avancen. Pero tendrá que reconocer que no va en esta dirección la cultura política del momento, construida sobre el sálvese quien pueda, a la patria rogando y con el mazo dando. Y tendrá que aceptar que ni los gobernantes ni algunos empresarios han predicado con el ejemplo. Los ciudadanos pagan muchos impuestos como para que cuando unos servicios públicos no funcionan, encima se les diga que tienen que ser más responsables.
El discurso nacionalista, me decía un elector convergente, cada día suena a más desfasado. Es el desfase entre la cultura de la queja y la cultura de la responsabilidad. Se ha abusado mucho de la primera y se ha conseguido durante mucho tiempo que se pensara que la culpa de todos los problemas estaba en otra parte. Lo cual es una verdadera escuela de irresponsabilidad. Siempre había un agente exterior -desde Madrid hasta la santa madre naturaleza- para explicar cualquier mal trago. Pero ahora la gente ya sabe que muchas cosas dependen de aquí, de una institución y de un presupuesto que no es pura miseria. Después de haber dedicado tantos esfuerzos a formar (por conveniencia propia) a la ciudadanía en la cultura de la queja, no debería sorprender a quienes fueron maestros en la materia que ahora ésta revierta contra ellos mismos. No vale quejarse de que los ciudadanos se quejen.
En fin, que en las decadencias todo se acumula. Y que alguien tiene que dar un golpe de timón para que este país se libre de los monopolios irresponsables y de la cultura de la queja.
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