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Tribuna
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La sabiduría de los brazos

La inmigración que viene a España no es la de la miseria. Esa idea es decisiva a la hora de llevar a cabo un balance de sus efectos satisfactorios y adversos. No se dejen llevar por las imágenes en la televisión. Como ha escrito John Berger, hay que ser conscientes de lo que nuestro ojo no ve ni verá, debido al tiempo y la distancia. El aspecto de los inmigrantes y los trabajos que aquí desempeñan sugieren un dibujo engañoso respecto de sus capacidades. Se equivoca el que juzgue por las apariencias y les pinte analfabetos y sin oficio. Sepan que la información profunda para hacernos una idea cabal de las huellas que deja la inmigración en las sociedades de origen y de destino no se aprecia a simple vista.

Para ayudarnos a formar opinión he elegido dos datos: los estudios y la edad media. Esas dos variables nos dibujan el espacio social y el ciclo de vida donde se ubican los extranjeros. Porque el análisis de la inmigración da un resultado positivo cuando se aborda en el conjunto de España y puede ser gravoso en ciertos municipios. El balance es también diferente si se hace aferrado al minutero electoral o acumulando con sosiego la contribución de padres e hijos. Por eso, y con mucha razón, la OCDE nos advierte sobre la perspectiva con la que se echan las cuentas, a saber: el cálculo durante un breve periodo o la mirada intergeneracional.

Un ejemplo nos abre los ojos. En el corto plazo, la educación de los hijos de los inmigrantes supone una carga económica para el ayuntamiento. Pero ésa es una inversión que rendirá sus frutos con el paso de los años. Lo que resulta más difícil de aceptar es que el coste actual y el futuro beneficio se pueden dar en lugares alejados. Esa desigual distribución es la causa de muchos malentendidos. Unos siembran y otros grupos de la población (empresarios e inmigrantes) son los que recogen.

El hecho es que la extranjería que nos llega desde los países 'terceros' es brillante y selecta. Un inesperado caudal de conocimientos. Estoy viendo la sorpresa y el desacuerdo en la cara del lector. Le aseguro, sin embargo, que son muchas y de fiar las fuentes que apoyan este juicio. La fotografía educativa en el 2000 es la que sigue: un 17% ha terminado estudios universitarios, el 42% tiene el equivalente a bachillerato y formación profesional y uno de cada cuatro muestra el certificado de estudios primarios. Esta distribución se mantiene con leves variaciones desde el año 1992. De modo que este perfil ya no es un retrato de ocasión, sino una tendencia. Aún más, coinciden las estadísticas oficiales y las diversas encuestas levantadas entre los indocumentados. No queda mucho espacio para la duda. No emigran los analfabetos, ni los menos cualificados, sino que más bien sucede lo contrario. Se me olvidaba, las mujeres inmigrantes tienen más diplomas que los hombres.

Y esta población rica en recursos educativos es, además, diez años más joven que la autóctona. La edad media de los inmigrantes no rebasa los 35 años frente a los 45 cumplidos de los españoles. Jóvenes educados y con deseos de quedarse. El beneficio está claro para el que quiera ver y no reduzca la inmigración a mano de obra temporal. Una política que ponga todo su celo en la satisfacción de estas penurias relativas estará alentando, muy a pesar suyo, la irregularidad. Es cierto que la inmigración que recibimos le pide menos al Estado de bienestar de lo que aporta. Pero no siempre va a ser así. Pues tiene dos aspiraciones que van a cambiar la cuenta de resultados: mejorar sus condiciones laborales y traer a la familia. Saben que sus empleos son frágiles y que serán los primeros en ir al paro cuando descargue la crisis. Y además, los hijos están llamando a la puerta y requieren educación y salud.

Se equivoca de medio a medio el que piense en los inmigrantes como un puñado de manos que hoy se emplean y mañana se mudan a otro país. Cuando el ciclo de vida familiar coincida con la crisis laboral resaltarán más sus costes. Pues el paro entre los extranjeros es mayor que el de los nativos. Eso ya ocurre en la bonanza y con mayor motivo sucederá en el infortunio.

Además, esta inmigración quiere salir de los nichos laborales que ha aceptado como medio de entrada. Es la sabiduría de los brazos. Pues está demostrado que los flujos migratorios y las tensiones coyunturales de los mercados de trabajo no se acoplan bien del todo. La suerte nos acompaña porque estos inmigrantes reúnen capacidades para adaptarse a la evolución de la economía a más largo plazo. La moraleja es que el Estado de la integración, es decir, el de los ayuntamientos y las autonomías, debe sopesar sus cualidades y proyectos familiares con el fin de atemperar las urgencias de los empleos volátiles que, al poco, les arrojan a la exclusión.

Antonio Izquierdo Escribano es catedrático de Sociología en la Universidad de A Coruña.

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