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Columna
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La credibilidad perdida

Se celebraba la fiesta de la Constitución. El Gobierno aparecía diezmado sin ninguno de sus vicepresidentes, con la ejecutiva del partido socialista sucedía otro tanto, los de Izquierda Unida, los del grupo de Convergència i Unió y los de Coalición Canaria estaban bajo mínimos, los del PNV desaparecidos y los del PP sin disimular la vergüenza por las manifestaciones hechas la víspera por su líder máximo. Cada año ésta es una ocasión de recuerdo y reedición del consenso constitucional pero el jueves estuvimos en las antípodas de los vasos comunicantes. Todo eran círculos cerrados sobre personas del mismo signo sin punto de tangencia alguno. Dominaba la impresión de que Aznar, el último, el recién llegado a la Constitución, quiere apoderarse de ella y considera como un triunfo enajenarse a todos los demás.

Alguien recordaba por contraste frente a la actitud de Aznar con qué interés Adolfo Suárez intentaba iniciar la partida de la democracia convencido de que sólo era posible si otros jugadores pedían cartas y aceptaban las reglas del juego. Ahora es como si nuestro presidente estuviera dispuesto a quedarse con la baraja entera para dedicarse a la práctica de los solitarios. Todos los demás van quedando excluidos. El primer partido de la oposición, el socialista, que tantas colaboraciones sin cuento viene prestando, que con José Luis Rodríguez Zapatero parece aferrado al principio de que buen porte y buenos modales abren puertas principales, sólo recibe descalificaciones. Se mofan de su flojera diciendo que ha sido incapaz de sacar a la luz las corrupciones en las que a sensu contrario viene a reconocerse incurso el PP, o le cuelgan el cartel de radical por salir a la calle. Lo mismo da que propusiera un pacto antiterrorista, primero satanizado y luego apropiado por el PP, que se ofreciera en primera línea para cualquier colaboración a propósito de la barbarie de Bin Laden, que prefiriera agotar las posibilidades de acuerdo para la renovación de los órganos institucionales, que optara por conceder con toda caballerosidad el beneficio de la duda a los implicados en el caso Gescartera o que aplazara su viaje a Rabat.

La respuesta desde el campo de Aznar ha sido invariable. Cualquiera ha servido para esa tarea de despreciar al PSOE. Todos se atreven. Lo mismo el secretario general del PP, Javier Arenas Bocanegra, para tiznar de radical una manifestación de rectores; que el portavoz de Génova, Rafael Hernando, para hinchar cualquier perro sin pedigrí alguno; que el ministro Pío Cabanillas para convertir la rueda de prensa de los viernes en La Moncloa en una reprimenda obligatoria al partido socialista; que Rodrigo Rato para vomitar encima del consenso a cuento de un vocal de la Comisión Nacional de la Energía, inválido por el mero hecho de serle desconocido; que Cristóbal Montoro, titular de Hacienda, para replicar con alusiones al juicio de los fondos reservados cuando le preguntan en el Pleno del Congreso de los Diputados sobre la impropiedad de la subida de los impuestos de los carburantes; que el último de la fila del Ministerio de Asuntos Exteriores para tildar de 'grave interferencia' la visita de Zapatero a Marruecos.

El caso es que, más allá de la actual aritmética parlamentaria capaz de asegurar la impunidad de cuantos pasen por las comisiones de investigación que puedan formarse en el Congreso de los Diputados, el presidente Aznar, según dicen los últimos viajeros llegados de La Moncloa, está disgustado. Sabe que con el caso Gescartera ha perdido ese intangible de la credibilidad que es imposible de recuperar. Ahora ya no podrá seguir pasando páginas hacia atrás porque siempre aparecerá Gescartera como una mancha imborrable. El coro de enfrente repetirá Ges-car-tera. De Rato sin problema se ha pasado a Rato como problema y el Congreso de enero tampoco es solución, una vez que se ha visto la falta de respeto que merece el llamado a seguir como secretario general. Y el amigo Berlusconi nada tiene que envidiar a Craxi.

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