¿Qué me pasa doctor?
No lo puedo evitar. Cuantos más suplementos de salud leo, cuantos más síndromes y síntomas se divulgan, cuanto más se prodigan los telediarios con sus delirios de prevención, con sus reportajes científicos de virus, epidemias, patologías y cirugías, me pongo malo, me convierto en un perfecto hipocondríaco. Ya sé que la vida es un combate del que nadie sale con vida, que puede ser muy trágica porque hoy estás aquí y mañana, a lo mejor, también, que debería dejar de preocuparme de mi salud, que hay cosas peores que un ataque de asma (por ejemplo, este intrincado dolor de riñones), pero no lo puedo evitar.
El hipocondríaco es generalmente un tipo sano que se deja tratar hasta que se pone enfermo. Por eso, aunque creo en los médicos, procuro no molestarles demasiado. Ni se me ocurre llamar a urgencias en medio de una palpitación o de un sudor frío, porque puede ocurrir lo peor.
Después de una larga y angustiosa espera te someten a un análisis o, lo que es aún más grave, a un chequeo exhaustivo que acaba en un sermón galeno sobre los males del tabaco, del alcohol, de las calorías, del colesterol, de la hipertensión, de la hipotensión, del café, de las drogas y de las hamburguesas. Lo cual tampoco te libra de ser un hipocondríaco
Alguien dijo que la hipocondria es una enfermedad cuyo padecimiento hace ver a la humanidad como una lengua sucia, como algo asqueroso, es decir, que proporciona una visión muy clara de este perro mundo. La última vez que acudí a un médico me miró la lengua y dijo: 'Tiene usted un hígado silencioso'. Estuve tres días sin pegar ojo. Hasta ese momento, uno creía que era esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios, pero ahora, al levantarme cada mañana, me miro al espejo, saco la lengua y ¿qué veo? ¡El hígado obstinadamente silencioso de un hipocondríaco!
Hay cosas peores que una lengua repugnante. Las palabras, por ejemplo y sobre todo las que terminan con el sufijo '-is', como conjuntivitis, otitis, hepatitis, colitis, dermatitis, artrosis, arterioesclerosis o fimosis. Asustan una barbaridad. Se calcula que un tercio de las consultas en centros sanitarios no responden a ninguna patología física y que las mayores dosis de información incrementan los temores. Por este motivo, no hay nada más temible para un hipocondríaco que los suplementos de salud de los periódicos y los bienintencionados programas televisivos de Manuel Torreiglesias que bajo el título De buena mañana acaban amargándonos el resto del día, después de someternos a un verdadero tormento descriptivo de enfermedades, consejos, síntomas y afecciones.
Este santo varón pronunció tres veces el otro día la palabra 'hipocondrio' sin inmutarse, ni reparar en el daño que podía ocasionar a tipos como yo. Si un hipocondríaco escucha 'hipocondrio', ya sabe que se trata de la parte lateral del epigastrio situada debajo de las costillas falsas, pero inmediatamente le viene a la cabeza cualquier página de sucesos: 'La víctima sufrió una herida punzante por arma blanca perforante en el hipocondrio y otra en la región glútea' y entonces le ataca un dolor insoportable en pleno hipocondrio con extensión a la nalga. Aunque Torreiglesias resulta más considerado que aquel sanguinolento doctor Beltrán, émulo del doctor Mabuse, quien con sus quirófanos y sus primerísimos planos de trasplantes de órganos, nos las hacía pasar moradas.
Urdaci y Buruaga deberían también prevenirnos con tiempo suficiente de sus pedagogías sanitarias, evitarnos estos sustos en medio de los informativos televisados. Bastaría con que pusieran un rótulo en medio de la pantalla -'Atención: estas imágenes pueden herir su sensibilidad'- para que no nos viéramos sometidos en plena digestión al detallado recuento narrativo de eritemas, melanomas, lunares cancerígenos y otros horrores cutáneos, a la inevitable dosis de experimentos con ratones en laboratorios, a los pormenores de la clonación o a las maravillas de la fecundación in vitro, donde un ejército de espermatozoides se lanzan como locos por una probeta en busca de un desvalido óvulo, mientras nosotros los hipocondríacos tratamos de hincar el diente a nuestra diaria ración de pitanza.
No se equivoquen: los hipocondríacos no somos unos milindris. Nos hemos hecho a nosotros mismos a base de consultar revistas médicas y de palparnos el cuerpo a la altura del esternón. Quizá se nos pueda llamar neuróticos. De acuerdo. ¿Pero quién no lo es cuando a partir de cierta edad le aconsejan acudir a un proctólogo? Además, hay seres perfectamente irracionales que también padecen este mismo cuadro: hay gallinas neuróticas y gusanos y perros terriblemente neuróticos y flores que son tratadas psicosomáticamente como neurasténicas e hipocondríacas que son. Pero en nuestro caso resulta más justificable. Vivimos en un país donde continuamente se habla de enfermedades y remedios, despreciando lo que dijo Molière: 'Casi todos los hombres mueren de sus remedios y no de sus enfermedades'.
A menudo vas por la calle y te encuentras con personas que tienen los mismos problemas que tú, pero mucho más graves. Y eso no es un favor, es una faena, un golpe bajo a tu amor propio. Acabo de visitar a un amigo en el hospital. Estaba rodeado de cuadrilla y parientes. Por un momento, aquello se convirtió en una animada tertulia de males y patologías. Todos habían pasado por semejantes, idénticas y aún peores calamidades que el dolido convaleciente. Alguno incluso se permitió el atrevimiento de poner en duda la utilidad de lo recetado por el médico proponiendo otro fármaco más eficaz y hubo quien recomendó una visita al ambulatorio como quien va a una vinoteca, para conseguir buenas cosechas de medicinas. En fin, deduje que con semejante panorama la guerra contra este mal del siglo está irremediablemente perdida. La cuestión, pues, no consiste en mantenerse sano, ni en preguntarle al doctor qué te pasa, sino en escoger una enfermedad que sea de tu agrado. Yo, para ir tirando, he elegido la hipocondría que es la suma de todas las enfermedades y de ninguna. Una manera de ser un pobre enfermo gozando de buena salud.
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