El gran educador
La señora ministra de Educación, Pilar del Castillo, es un interesante ejemplar humano, prototípico de los tiempos que corren. Llena de buenas intenciones ha hecho una ley para la Universidad que todos protestan, pero ella, inasequible al desaliento, resiste numantinamente en ese castillo de buenas intenciones; lo cual provoca un enternecedor espectáculo: ahí está, sola ante el peligro, defendiendo sus inamovibles principios fundamentales. No sé si Escarlata O'Hara hubiera sido capaz de tanta tozudez con tal de no dar su brazo a torcer. Claro que, de una señora que siempre lleva el mismo traje / chaleco / pantalón -¿no se han fijado que ella marca su moda hecha de un modelo único en el que sólo varía el tejido según la época del año?- hay que esperar incluso mucho más (ahora anuncia otras dos leyes, una sobre la calidad en la educación y otra sobre lo mismo, cuyo nombre he olvidado. Olvidarse de esas cosas, por cierto, es síntoma de lo imperdonable. Pilar del Castillo, por ejemplo, no lo haría nunca).
El caso es que esta señora de traje único pretende educar a nuestros jóvenes. Loable empeño. Inmejorable intención. Pero los que se le oponen dicen que ni hablar del peluquín, que menos buenas intenciones y más pensar en qué es esto de la buena educación. Gran tema, amigos, el de la buena educación. Vamos allá, porque aquí, la una y los otros parecen haber entablado un imposible diálogo para besugos, digno del humor negro que hoy día tienen las cosas más serias. Y la educación, seguramente, es una de esas escasísimas cosas serias que nos quedan: por eso el debate suscitado por esta desgraciada LOU parece tan discutible como el traje único de la señora ministra.
¿Quién ha reparado, por ejemplo, en ese sofisticado sistema educativo que consiste en inversiones públicas ultramillonarias en un profesor llamado televisión que imparte sus clases sin fin cómodamente instalado en la sala de cada hogar español? No es que eso, por supuesto, sea una exclusiva de este país, aunque sí es especialmente relevante la dotación económica que de nuestros impuestos se lleva el indiscutible maestro intergeneracional. Pero eso sería hasta soportable si las enseñanzas de supermaestro fueran variadas, interesantes y útiles. Como suele decirse cuando se trata de defender la televisión: es una ventana al mundo. Pero, ay, todo el mundo lo sabe también: del dicho al hecho, hay un gran trecho.
El caso es que el gran maestro dispone de su propio sistema educativo y de una eficacia pedagógica en la transmisión de valores que para sí quisieran colegios y universidades de todo el planeta. A su lado, las familias y los educadores -en el sentido tradicional- son un cero a la izquierda. El sofisticado sistema educativo de la televisión, por ejemplo, ha conseguido empaquetar todo lo malo que sucede en el planeta en el formato telediario. Y, a continuación -con un impagable efecto ejemplarizante-, llegan todas las buenas noticias del mundo feliz de la mano de la publicidad. La alternancia sistemática y repetida de ese sencillo esquema configura una homogénea visión del cosmos y deviene un eficaz manual de conducta para individuos de 3 a 100 años. ¿Qué más se puede pedir como educación permanente?
El fenómeno está teóricamente diagnosticado desde hace tiempo, pero hacemos caso omiso de su realidad implacable cuando todos -la ministra, los rectores, los estudiantes- hablamos de educación o de universidad olvidando que el Gran Educador Universal tiene la sartén por el mango en ideas y costumbres. Algún día habrá que hablar a fondo de ese genio catódico que ha conseguido hacer de periodistas y publicitarios educadores vergonzantes, porque ni unos ni otros reconocen esa función. Y que ha hecho que todos los demás seamos alumnos aventajados -tal como están las cosas- de la estulticia. Pero ¿a quién le importa que esa sea la universidad real?
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