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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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Desde Cuenca, el entuerto catalán

Quizá son las gachas, que levantan las buenas intenciones de cualquiera, o esta sierra conquense salvaje y amable, o la vida con la gente que no es tu gente, la gente que te abre el deseo de abrirte. Sea lo que sea, desde esta otra tierra casi fuera de mi mapa, donde los móviles son juguetes rotos y la vida loca se toma un respiro, desde aquí una se pregunta por qué narices no nos entendemos. Siglos de miradas de reojo, con historias demasiado densas de historia, con nuestros agravios abiertos en canal, a veces cargados de razón, a veces cargados de abuso, lo cierto es que llevamos mucho compartiendo camino. Y sin embargo el camino continúa tortuoso. De ahí nacen proyectos políticos divergentes -todos lícitos si son democráticos- y de ahí surgen declaraciones, confrontaciones, pueblos que no han resuelto su manera de mirarse. Lo que me preocupa, en este trozo de espacio que escribo con la sana percepción que da la distancia, no es lo estrictamente político -federalismo, autonomismo, independentismo...-, sino lo poco resuelto que tenemos lo personal. Dicho en plata: Maragall dice en Cataluña que hay que trabajar por una España federal, José Bono nos visita y abona lo razonable de lo dicho, y aquí en Cuenca, entre esta buena gente que nos acoge, no entienden nada. '¿Se ha vuelto loco José Bono?', nos dice un ex alcalde comunista. 'Lo que pasa es que en Cataluña tiene que decir cosas que no piensa..., para quedar bien...', remata un colega socialista. De todo ello el resumen: no nos entienden, no entienden qué queremos -que 'más' queremos- y sobre todo no entienden por qué catalanes y vascos estamos todo el día, con perdón, jodiendo la marrana. España está para ellos resuelta y por tanto nuestra música les suena a ruido pesado, cabreante, cual Stravinski en su mejor momento de estridencia.

La estridencia catalana. Podría escribir un artículo de autoconsumo, de esos de buen bocado, donde relataría los defectos históricos de lo español, sus intolerancias, sus momentos despóticos, su estructura desde lo uniforme y no lo distinto. Y sería cierto. Estos mismos días de Julita García-Valdecasas dándonos cachetazo constitucional dan para mucho. Por cierto, resulta enternecedor ver a todos estos preconstitucionales que nunca quisieron, ni lucharon, ni casi aceptaron la Constitución, patrimonializarla ahora de esta manera. Se ve que las clases aceleradas de democracia más que hacerlos demócratas los han dejado empachados. Y también daría para mucho el no de Aznar a la reforma del Senado, o su verbo irredento, y su permanente criminalización de lo que no huele a españolismo pata negra, y... Pero ¿para qué? Todo eso lo sabemos, nos lo decimos con el café, forma parte del discurso nacional, tanto que a veces sirve de magnífica coartada. Pero en cambio nos decimos mucho menos en qué fallamos, cuáles son nuestros gramos de responsabilidad, por qué caemos tan mal incluso entre los que quisieran vernos bien. ¿Todo todito es culpa de la intransigencia española? Para nada, pero no queda bien machacar la autoestima con introspectivas incorrectas.

Hagámoslas, tal vez para ganar algún enemigo más. No nos entienden. Pero cómo van a entendernos si lo catalán sólo se ha exportado como ruido de caja registradora y no como complejidad de personas y querencias. El daño que ha hecho el pujolismo exterior en la mutua comprensión lo vamos a pagar durante mucho tiempo. Primero se ha vendido como una estricta cuestión económica permanentemente negociada, y en el baile de millones arriba y abajo hemos convertido una pertinente reivindicación social en una antipática cuestión de usura. Ni tan sólo los españoles más conscientes, más solidarios, más cercanos podían asumir esa Cataluña que sólo existía nómina en mano. Y en el viaje de pela y más pela sin contenido de fondo ni proyecto, hemos perdido las alianzas progresistas que veían cómo se usaba lo catalán para taponar investigaciones, corruptelas y miserias varias. Además, lo catalán votaba, alentaba y defendía lo más derechista del Gobierno central de turno, con lo cual la bandera perdía lógica reivindicativa y ganaba desagradables connotaciones. No ha habido, durante todos estos años de intensa presencia de lo catalán en la política española, nada parecido a un proyecto con el cual estar de acuerdo o pelearse. Ergo, si ya había autonomías, descentralizaciones, presidentes e himnos y no había nuevos proyectos, ¿qué puñetas querían estos catalanes?

Pero además, si me permiten ser casi hiriente -hiriente con lo propio, que es una forma de amarlo-, los catalanes hemos ido tan sobrados por el mundo, tan convencidos de estar unos metros por encima de esos españolitos machadianos, que tampoco nos hemos matado por explicarnos. La propia Generalitat se sorprende del éxito que tiene la exposición sobre Cataluña que corre por ahí. Se sorprende porque ni se le había ocurrido que podíamos explicarnos. ¿Prepotentes? Mucho, incluso en el victimismo, con esa distancia que marcaba algo más que una lengua distinta, casi quería marcar un grado distinto de modernidad. Y sin embargo...

Por eso llega lo del federalismo y remueve algunas aguas. No por fácil, difícil o polémico, sino por tangible. Porque ése sí es un proyecto que marca escenario donde poder batirse el cobre de las palabras sin el espejo deformador de los sucios intereses. Proyecto de cercanías amables y no de altivas lejanías. ¿Posible? Como mínimo crea debate donde sólo había agravio, y pone palabras allí donde sólo sonaba la calderilla. Es mucho más de lo que ha sido lo catalán para lo español durante dos décadas.

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