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La ciudad posible

Marina Subirats

Cuando llega noviembre, los habitantes de San Petersburgo tienen siempre la misma conversación: '¡Qué mala ocurrencia la de Pedro el Grande, que construyó nuestra ciudad en este lugar inhóspito y helado!'. Y durante todo el invierno riñen al zar al que quieren tanto porque les hizo una ciudad maravillosa por la que, sin embargo, tienen que pagar un precio considerable.

La ciudadanía de Barcelona no se queja del clima, casi siempre benigno. Pero podríamos hacer algún reproche a nuestros fundadores romanos, puesto que situaron la ciudad en un lugar cercado de montaña, mar y ríos, que entonces debió de parecer inacabable, pero que hoy ya no permite el crecimiento de la urbe de manera indefinida. Barcelona tiene el espacio que tiene; siempre ha sido una de las ciudades más densamente pobladas del mundo. Y ser concejal de esta ciudad me ha hecho comprender cuán tupido y diverso es el abanico de necesidades y deseos, a menudo contradictorios, que se disputan el uso de cada calle, de cada plaza, de cada metro cuadrado de nuestra ciudad, y cuán difícil es, a pesar del alto nivel de disciplina colectiva, compaginar estos usos en una trama tan sobrecargada de funciones.

Mirad la piel de Barcelona, aprovechada, casi torturada por tanto compromiso

Un pequeño espacio verde en un recodo; la gente joven se reúne para charlar y acaba gritando y haciendo ruido. Los vecinos lo encuentran inadmisible: el ruido les molesta, y amenazan con arrancar los bancos. ¿Quién tiene razón? Unos y otros: la juventud necesita espacios propios donde reunirse y divertirse más allá de los vinculados al ocio de formato comercial; la gente mayor, un silencio y un descanso que a menudo no puede disfrutar. ¿Y qué decir de los perros, que parecen haberse convertido en un problema insoluble? Bien es cierto que hay que pensar en un espacio para que hagan sus necesidades, pero no es menos verdad que esto molesta a los vecinos que viven frente a los pipi-cans. Sentarse en una terraza en verano es muy agradable, pero el ruido de los coches nos acaba ensordeciendo. Quisiéramos poder pasear tranquilamente, pero también desplazarnos deprisa por la ciudad. ¿Hay que prescindir de los perros, los bancos, las terrazas, la gente joven, la gente mayor, los coches...? No, no podemos ni queremos prescindir de nada, todo el mundo tiene derecho a la ciudad y a tratar de encontrar en ella lo que quiere, porque, más que nunca, la ciudad se configura como el lugar de las posibilidades y de la libertad para todos y todas.

Así pues, nos encontramos con un problema contemporáneo, propio del tiempo que nos ha tocado vivir y absolutamente inherente al entorno urbano. Cada vez más voces se hacen escuchar y nos hacen llegar sus aportaciones, demandas, opiniones..., pero también cada vez se intensifica el conflicto entre los intereses particulares de cada una de estas voces, las iniciativas colectivas y los derechos individuales. Todos buscamos en la ciudad el lugar en que hacer reales nuestros sueños, un contexto que nos motive cultural e intelectualmente, un entorno agradable que contrarreste las preocupaciones cotidianas, un espacio donde crecer, vivir con los nuestros y proyectarnos hacia el futuro. Todas y todos buscamos convertirla en nuestra casa, y cada cual lo hace en direcciones opuestas.

En esta situación de densidad y complejidad social, la gestión del espacio público se convierte en una tarea arriesgada. Responder a las necesidades emergentes de la ciudad significa introducir más y más cambios en el uso de los espacios, sumar más y más condicionantes, y esto, inevitablemente, genera tensiones, porque es preciso redefinir constantemente el espacio público. Una ciudad que ya no crece hacia afuera lo hace necesariamente hacia adentro, conceptualmente, buscando constantemente la mejor adaptación a lo que la gente necesita: si puede ser, menos polvo; si se puede, adaptado a necesidades de movilidad especiales; si cabe, más verde; a ser posible, más fluido para el tráfico de coches, más ancho para poder pasear, con más bancos, que no salpique, que no necesite riego, con más luz, menosruidoso, que drene, sin humo, sin escaleras, más nuevo... y también más nuestro, conservando la tradición, respetando la historia y permitiendo la iniciativa de la ciudadanía. Un reto difícil de cuya complejidad debemos ser conscientes.

La ciudad democrática, cuando tiene poco espacio, acaba convirtiéndose en una piel de tatuajes múltiples y superpuestos, de pactos precarios entre deseos diversos. Mirad bien a Barcelona, con su voluntad de ser verde resuelta en microespacios, en árboles solitarios o colgados peligrosamente al límite de las aceras; con su intento de ser rápida, visible en minitúneles que quieren ser compatibles con un ligero toque de placidez; con sus ganas de ser acogedora y abierta a todo el mundo, pero de no perder su personalidad. De ser moderna y de ser antigua, innovadora y conservadora. Mirad la piel de esta ciudad, la imagen de los espacios públicos, aprovechada hasta el extremo, casi torturada por tener que ceder a tanto compromiso.

Es cierto que, en muchos momentos, el tejer y destejer de tantas obras, de estas calles que se levantan y se tapan, de estas zanjas que se abren por todas partes, puede parecer producto de la desorganización, de falta de previsión o profesionalidad. No negaré que pueda haber errores, pero está claro que se trata de una explicación demasiado fácil, sospechosa en su aparente evidencia y que, por ello, requiere descubrir otras lógicas subyacentes. Hacer y deshacer, construir y destruir, abrir y cerrar, no son sino los signos visibles de este pacto imposible, de esta cuadratura del círculo que supone que cada uno de nosotros haga de Barcelona la ciudad que desea. La intervención sobre ella nos acerca en cada momento no a la ciudad ideal de cada cual, sino a la mejor ciudad posible, aquella que compagina y funde las aspiraciones individuales para transformarlas en un proyecto y un espacio comunes.

Marina Subirats es concejal de Educación de Barcelona.

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