Marte y Venus, según Picasso
Milán vuelve a recordar estos días al pintor que transitó el camino abierto por el tardío Cézanne y por el arte del África negra. Picasso, 200 obras del 1898 al 1972, la segunda gran retrospectiva italiana del autor malagueño, reúne óleos, grabados, cerámicas y esculturas en un recorrido diseñado por Bernice Rose y Bernard Ruiz Picasso. Barcelona, París y Nantes reúnen también obras extraordinarias, algunas hasta ahora inaccesibles, que componen el credo del mayor artista del siglo XX. A la exposición que presenta la sala Parés con motivo del centenario de la primera muestra del artista en esta galería, al amparo de su amigo Ramón Casas, y con la que inició su proyección comercial en la ciudad, se suma la del Picasso erótico, una 'lección de abismo', como la define Jean Clair, en el Museo Picasso de Barcelona. Son casi trescientas obras que van desde su primer dibujo, Borriquillo y borriquilla, hecho con 12 años, hasta su último y patético Desnudo (1972), donde las furias apagadas del minotauro casi sucumben en la trampa terminal de Eros. Desfilan por sus obras personajes tan autoritarios como intensos: majas, enanos, ninfas, sátiros, diosecillos, aristócratas y prostitutas de serrallos, burdeles o que habitan en la arcadia hesiódica de la imaginación de Picasso. Hasta sus bodegones surreales son como rebanadas de realidad que devoran a los hombres, y las mujeres se atreven a traficar con la redención o son inquisitivas e indiferentes, ajenas como estatuas íberas (Tête de femme, Fernande, 1906).
Picasso, 200 obras de 1898 al 1972.
Palacio Real de Milán. Hasta el 27 de enero de 2002.
Picasso erótico
Museo Picasso. Montcada, 15-23. Barcelona. Hasta el 20 de enero de 2002.
El Picasso más sexual es el de la primera y la última etapa, si bien su deseo de 'poseer' la realidad marcó toda su vida. El descubrimiento del sexo y, finalmente, la impotencia: la urgencia de El diván (1899) o Nessus y Dejanira (1920) contrastan con la obscenidad y la desesperación de la serie de 347 grabados Rafael y la Fornarina (1968) o La Maison Tellier (1971), inspirada en los monotipos de Degas y que tiene al pintor como protagonista en su papel de voyeur. En Milán también descubrimos el grito humano del sexo contra cualquier recurso a las rigideces y las ruinas de una sociedad ya derrotada antes de entrar en la segunda contienda mundial: son las potentísimas y oceánicas telas y esculturas de finales de los veinte y principios de los treinta, Métamorphose (1928), Femme acrobate (1930), Le sommeil (1932) o la triunfante Deux femmes enlacées dont une mourante (1936), aunque algunas de sus últimos años son todavía feroces: la serie de La Célestine, Femme assise o Un accroupi (1971-1972), donde vemos cómo las nalgas y los pechos de lujuriosa pesadez todavía impiden al pintor dejarse arrebatar el alma como Fausto. En la figura cortada a hachazos del estudio para Las señoritas de Aviñón, en Desnudo femenino -una exploración de la última versión de Las bañistas, de Cézanne- y en la ceñida mujer de hoja de palma del estudio para Un avec draperie, todas de 1907, se descubre al artista del periodo negro. En la cubista Mujer desnuda (1910), la figura se compone de una serie de 'fotogramas cinematográficos' o aparece como un verso mallarmeano -la rotura del orden formal del cuerpo es paralela a la ruptura lingüística, que reencontramos en la escultura Construction: verre et dé (1914), en homenaje al poeta-.
Nantes también se fija en el último Picasso: La peinture seule. Inédits et chefs d'oeuvre 1961-1972 agrupa 67 óleos, la mayoría 'secretos' desde la gran muestra del palacio de los Papas de Aviñón, en 1970, su última exposición importante y que hoy se recuerda como la del artista vulnerable ('Picasso parecía haber gastado sus dotes en una fiesta de disfraces en un burdel', escribió Robert Hughes), tosco, urgente y obsesionado por encontrar, por fin, la máscara. Y para París..., la fiesta. El Picasso bajo la advocación de Mitra se exhibe desde la astuta mirada agitadora de Jean Clair, con 100 obras procedentes del Picasso de París y de colecciones particulares, confrontadas con 50 esculturas y cerámicas históricas del Louvre y el Arqueológico de Madrid. Mitra, el dios que mata al toro cósmico y cuya sangre otorga la vida, da nombre a la deidad solar persa. El pavoneo erótico del torero frente al toro resulta de ese encadenamiento de culturas entre Oriente y Occidente; la bestia le sirve al pintor para hablar del destino humano, de Marte y Venus, destructores y productores de vida, uno en brazos del otro.
En ese sentido, el Guernica ad
mitiría una lectura sobrenatural, pero en su lugar -volvemos a Milán- se muestra la serie de grabados de los 11 estados de Le taureau (1945) y en la fascinante Sala de las Cariátides del Palacio Real algunos personajes -mosqueteros, enanos, barrocos escribanos-, de trazo grosero pero de oscura precisión, favorecen una especie de otredad que mantiene una extraña relación con la tradición. Con estas imágenes queda montado el escenario final de Picasso, sin contar la aparición sorprendente de los figurantes del revolucionario ballet Parade, puesto en escena por Djaghilev en 1917 con música de Erik Satie. El refinado diseño del vestuario -reconstrucciones hechas a partir de fotografías de la época- de esta parada/parodia llevó a Picasso a descubrir el clasicismo de Roma, pero fue también la oportunidad de recrear el triunfo del cubismo en su lugar de origen, el teatro.
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