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Columna
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Duermevela

Puse el despertador, abrí el libro y resistí unos minutos entre las palabras y el sueño, entre el deseo de seguir avanzando en la lectura y el cansancio que convierte las frases en un lugar común, doblado y pantanoso. La tierra movediza se hizo cargo de mí, la noche me prestó su líquido espeso para que me fuera hundiendo poco a poco y la nada barrió su casa de sombras, personajes extraños o pesadillas. No lo recuerdo, pero debió de ser así, porque hace un rato me encontraba en el día de ayer, en la pendiente del tiempo que se cae, y ahora estoy en un amanecer tímido, que apenas se atreve a levantarse entre los ruidos de la calle y las obligaciones de la casa. Hay sueños que cruzan la oscuridad como un tren desesperado, mordiendo las vías y haciendo temblar los cristales de la habitación. Parecen dramas interminables, que nos dejan rotos aunque hayamos dormido más de ocho horas. El sueño de esta noche ha compensado la brevedad con una sencillez piadosa, la avaricia con la beatitud. Más que un sueño ha sido un golpe de efecto, un truco de magia que me cambió de hora y de estado de ánimo a través de un pequeño túnel en el vacío.

Busco los números luminosos de la radio-despertador y compruebo que he abierto los ojos 20 minutos antes de lo previsto. Dispongo de una escueta eternidad, de un tesoro humilde para no hacer nada, para mantener todavía a la distancia ese abismo del mundo que me espera en los electrodomésticos de la cocina, los grifos del baño, el colegio de las niñas y la pantalla del ordenador. Aunque no es lo mismo la nada que el no hacer nada, la verdad es que no hay nada más oportuno para salir de la nada que la conciencia repentina de que todavía no hace falta hacer nada. 20 años no es nada, pero 20 minutos lo pueden ser todo, si uno está envuelto en la oscuridad y en las mantas, y detrás de las ventanas arañan los fríos de diciembre, y la quietud silenciosa del dormitorio se transforma en un refugio de montaña para soportar las nevadas del futuro imperfecto. Uno se acomoda al calor de la realidad detenida, se cubre los hombros y deja que los segundos vayan deslizándose por la piel con una lentitud minuciosa. Detrás de las ventanas están las ciudades, los viajes, los artículos, las manifestaciones, las guerras, los asesinatos, los horarios laborales, las calles en obras y los supermercados. Pero todo ha quedado fuera de estos 20 minutos, de estos 18 minutos, de estos 15 minutos, que se suspenden en los rumores de la calle y vuelan por las sombras de la casa como un avión de papel que rompe las leyes de la gravedad y da vueltas y vueltas en los brazos del viento. 12, 10, 8 minutos que no significan una renuncia del mundo, un olvido de los relojes o de las noticias, sino el impulso corporal de sentir la vida, de convertir la existencia en piel, de buscar una tregua en medio de las estadísticas, esas abstracciones matemáticas de la barbarie. Rodeados de brumas, necesitamos un calor tibio, el otro lado de la existencia animal, para recordar nuestra vinculación con la tierra. Durante unos minutos cambiamos los colmillos por la indolencia. Después salta la radio y una voz apresurada te dice, como si no lo supieras, que son las siete de la mañana.

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