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XXIII ANIVERSARIO DE LA CARTA MAGNA
Columna
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¡Viva la Constitución!

¡Viva la Pepa! era el grito ilusionado con la que nuestros antepasados celebraban la proclamación, el 19 de marzo de 1812, de la primera Constitución. Con ella, España se incorporaba, a su manera, a las primeras revoluciones democráticas del mundo moderno. Se trataba del primer paso de un largo, tortuoso y dramático camino de modernización y democratización.

Vistos en perspectiva histórica, estos últimos 23 años transcurridos desde la aprobación y proclamación de la Constitución de 1978 no sólo son el período más duradero de estabilidad y progreso, sino y, sobre todo, el de mayor maduración democrática de nuestra sociedad. Claro que la Constitución tiene claroscuros, como lo son las propias contradicciones de la sociedad que la produce y a la que aquélla trata de organizar.

Los límites y riesgos para la lealtad constitucional están, precisamente, en la apropiación o el abuso partidista de su espíritu
La Constitución es tan poco sagrada que ella misma se articula y concibe como efímera e histórica, al establecer su mecanismo de cambio

La Constitución es tan sagrada y, a su vez , tan profana como la propia sociedad que la disfruta y la legitima. Cuando en lugar de disfrutarla sintamos que la sufrimos, lo será porque en lugar de facilitarnos un progreso organizado constatemos que nos lo impide, o porque en lugar de contribuir a nuestro avance democrático y a nuestra inclusión nos sintamos excluidos o mermados en nuestros derechos. En ese caso, estaremos obligados a reunir la fuerza social y la legitimidad necesaria para explotar las propias previsiones constitucionales de reforma, adaptación y mejora. Es, por tanto, tan poco sagrada, que ella misma se articula y concibe como efímera e histórica, por cambiable.

La cuestión de fondo, lo sagrado, es el contrato social, articulado de forma consensual, que facilita la constitución política de la organización de nuestra convivencia. Sagrados son los derechos y libertades individuales que reconoce y garantiza, la ciudadanía democrática que define y articula, la forma consensual de conformación de la propia voluntad constituyente y su propia autoconcepción reformista, histórica y terrenal. Este es, nada más y nada menos, su espíritu, el que hay que preservar para ser fieles a nosotros mismos, a nuestro tiempo, y para legar a nuestros herederos las claves de un futuro más seguro y abierto que nuestro propio pasado.

Esta debe ser la esencia sagrada de un patriotismo cívico profundamente secular. Todo lo demás es profano, sujeto a la controversia, a la interpretación o a la administración democráticas y, en todo caso, objeto de la obediencia que justifica una autoridad legitimada, también, democráticamente. En una democracia representativa, organizada partitocráticamente, los límites y los riesgos para la lealtad constitucional provienen, precisamente, de la apropiación o el abuso partidista de su espíritu, tanto cuando se pretende su sacralización absoluta como cuando, por el contrario, se vacía completamente el núcleo político del consenso.

La Constitución Española de 1978 ha sido el resultado de la correlación de fuerzas y de la voluntad e inteligencia de los actores colectivos de la época, ya histórica, de nuestra transición democrática. En esa coyuntura y en aquellos ánimos se fundieron memoria histórica, ilusiones presentes y preocupación por el futuro. Se saldaban, a su manera, las cuentas con el pasado de todos, se pactaba la forma de organizar la convivencia y el progreso sobre la base del respeto a la dignidad de los individuos (todos y cada uno de nosotros) y, sobre todo, se esperaba y confiaba, no sin cierto vértigo, en que el futuro sería mejor para todos. La Constitución tenía y tiene, por tanto, virtudes y virtualidades, por encima de los muchos o pocos defectos que le podamos sacar. Unas y otros son nuestros. Por sus virtudes hoy somos más libres, por sus virtualidades tenemos menos vértigo respecto al futuro y por sus defectos tenemos la oportunidad y la obligación de ser reformistas.

El balance no puede ser más positivo, y es para sentirse orgullosos. Así lo reconocemos, cada día que pasa, más vascos y más españoles, cuyo patriotismo cívico se ensancha en la medida en que nos sentimos más propietarios de aquélla, en la seguridad de los derechos individuales que nos garantiza. Esta es la gran fiesta de nuestra comunidad política, de la nación española plural, que nos dignifica como ciudadanos individuales y que articula nuestra pertenencia desde el reconocimiento histórico del ser político de nuestras comunidades históricas, culturales y/o territoriales.

Por sus virtudes y virtualidades, incluso por sus defectos, por su laicidad sagrada, por sus saldos positivos de 23 años y, sobre todo, por nosotros mismos, nuestros hijos y los que se dejaron el pellejo para estar donde estamos, ¡viva la Constitución!¡Viva la Pepa! era el grito ilusionado con la que nuestros antepasados celebraban la proclamación, el 19 de marzo de 1812, de la primera Constitución. Con ella, España se incorporaba, a su manera, a las primeras revoluciones democráticas del mundo moderno. Se trataba del primer paso de un largo, tortuoso y dramático camino de modernización y democratización.

Vistos en perspectiva histórica, estos últimos 23 años transcurridos desde la aprobación y proclamación de la Constitución de 1978 no sólo son el período más duradero de estabilidad y progreso, sino y, sobre todo, el de mayor maduración democrática de nuestra sociedad. Claro que la Constitución tiene claroscuros, como lo son las propias contradicciones de la sociedad que la produce y a la que aquélla trata de organizar.

La Constitución es tan sagrada y, a su vez , tan profana como la propia sociedad que la disfruta y la legitima. Cuando en lugar de disfrutarla sintamos que la sufrimos, lo será porque en lugar de facilitarnos un progreso organizado constatemos que nos lo impide, o porque en lugar de contribuir a nuestro avance democrático y a nuestra inclusión nos sintamos excluidos o mermados en nuestros derechos. En ese caso, estaremos obligados a reunir la fuerza social y la legitimidad necesaria para explotar las propias previsiones constitucionales de reforma, adaptación y mejora. Es, por tanto, tan poco sagrada, que ella misma se articula y concibe como efímera e histórica, por cambiable.

La cuestión de fondo, lo sagrado, es el contrato social, articulado de forma consensual, que facilita la constitución política de la organización de nuestra convivencia. Sagrados son los derechos y libertades individuales que reconoce y garantiza, la ciudadanía democrática que define y articula, la forma consensual de conformación de la propia voluntad constituyente y su propia autoconcepción reformista, histórica y terrenal. Este es, nada más y nada menos, su espíritu, el que hay que preservar para ser fieles a nosotros mismos, a nuestro tiempo, y para legar a nuestros herederos las claves de un futuro más seguro y abierto que nuestro propio pasado.

Esta debe ser la esencia sagrada de un patriotismo cívico profundamente secular. Todo lo demás es profano, sujeto a la controversia, a la interpretación o a la administración democráticas y, en todo caso, objeto de la obediencia que justifica una autoridad legitimada, también, democráticamente. En una democracia representativa, organizada partitocráticamente, los límites y los riesgos para la lealtad constitucional provienen, precisamente, de la apropiación o el abuso partidista de su espíritu, tanto cuando se pretende su sacralización absoluta como cuando, por el contrario, se vacía completamente el núcleo político del consenso.

La Constitución Española de 1978 ha sido el resultado de la correlación de fuerzas y de la voluntad e inteligencia de los actores colectivos de la época, ya histórica, de nuestra transición democrática. En esa coyuntura y en aquellos ánimos se fundieron memoria histórica, ilusiones presentes y preocupación por el futuro. Se saldaban, a su manera, las cuentas con el pasado de todos, se pactaba la forma de organizar la convivencia y el progreso sobre la base del respeto a la dignidad de los individuos (todos y cada uno de nosotros) y, sobre todo, se esperaba y confiaba, no sin cierto vértigo, en que el futuro sería mejor para todos. La Constitución tenía y tiene, por tanto, virtudes y virtualidades, por encima de los muchos o pocos defectos que le podamos sacar. Unas y otros son nuestros. Por sus virtudes hoy somos más libres, por sus virtualidades tenemos menos vértigo respecto al futuro y por sus defectos tenemos la oportunidad y la obligación de ser reformistas.

El balance no puede ser más positivo, y es para sentirse orgullosos. Así lo reconocemos, cada día que pasa, más vascos y más españoles, cuyo patriotismo cívico se ensancha en la medida en que nos sentimos más propietarios de aquélla, en la seguridad de los derechos individuales que nos garantiza. Esta es la gran fiesta de nuestra comunidad política, de la nación española plural, que nos dignifica como ciudadanos individuales y que articula nuestra pertenencia desde el reconocimiento histórico del ser político de nuestras comunidades históricas, culturales y/o territoriales.

Por sus virtudes y virtualidades, incluso por sus defectos, por su laicidad sagrada, por sus saldos positivos de 23 años y, sobre todo, por nosotros mismos, nuestros hijos y los que se dejaron el pellejo para estar donde estamos, ¡viva la Constitución!

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